«Una bolsa de manzanas.»

Salí de la tienda, feliz, pensando en las caras que pondrían mis hermanos cuando descubrieran en el alfeizar, al llegar de trabajar, la tarta de manzana. El sol me daba en la cara y la calle olía a verano y puestos de limonada. 
 
Me cambió el humor cuando al doblar la esquina, vi que aquellos hombres blancos estaban junto a la parada. Suspiré pensando que igual no me causaban problemas, pero cambié de opinión enseguida, en cuanto me di cuenta que uno de ellos me miraba y avisaba a su colega más cercano de mi presencia. 

Apresuré el paso intentando mantener la compostura, aunque enfrentaba tantos sentimientos que mis piernas apenas aguantaban su peso. Odiaba que me odiasen, su forma de sentirse superiores les convertía en seres despreciables ante mis ojos, pero también estaba aterrada y mientras pasaba por delante, rezaba para que solamente me insultaran y no me tocaran. 

Sobrepasé su línea imaginaria y arqueé la espalda, dignamente aterrada, esperando que me escupieran, un estirón de pelos o una patada. Llegó el momento y tras el tirón de la bolsa, la fruta comenzó a rodar por la calzada. OÍ su risa mientras me agachaba a recogerla, llena de impotencia, alivio, miedo y rabia. 

Unas manitas me acercaron la última pieza, unos dedos pequeños y blancos que apenas sostenían el fruto. Los hombres dejaron de reírse e increparon a la niñera, que compartiendo mi color, no sabía si regañar a la niña o darle las gracias. Escuché como el autobús llegaba a la parada, sonreí a la niña y me subí sentándome junto a la ventana, con la cabeza bien alta, soñando despierta con un futuro lleno de manos dispuestas a recoger manzanas. No tenía nada que ver el color negro de mi piel con el negro de su alma.