Un fin de semana en el campo. Esa era la premisa de mis padres para aquellas vacaciones de verano. ¿El problema? Alerta amarilla de incendios. Hicieron caso omiso. «Nadie nos va a arruinar nuestros días libres», coreaban casi al unísono. Si hubieran podido vaticinar lo que sucedió después, se habrían arrepentido de sus palabras.
Ocurrió el sábado, a plena luz del día, cuando nos asignaron a mi hermano y a mí la tarea de recoger leña para hacer fuego. El día era soleado, pero el viento erizaba el vello. A día de hoy, estoy convencido de que fue ese viento el culpable de que las llamas se propagasen tan rápido como lo hicieron.
Ni siquiera las vimos venir. Un grupo de chavales estaba encendiendo una barbacoa y se les fue la mano. Un pino cayó presa del fuego y su proximidad con otros provocó lo inevitable. En apenas unos segundos, la mitad de la arboleda se tiñó de color naranja. Corrimos, pero las llamas fueron más veloces. Tropecé con una raíz y me golpeé la cabeza con una piedra. Y después la oscuridad me nubló la vista.
Al despertar, el corazón me dio un vuelco. Una columna de humo negro se elevaba al cielo, pero esta vez procedía de una chimenea ¡Era nuestra casa! Suspiré aliviado, llegué a la altura de la puerta e hice girar el pomo. Mis dedos notaron un tacto pringoso. Cuando me miré la mano, vi que estaba manchada de una sustancia marrón. Un momento… Aquello era… ¿chocolate?
Me volví y observé un reguero de migas de pan que comenzaba en el umbral y se perdía en la espesura del bosque. Una risa aguda y estridente provenía de dentro de la vivienda. Era una carcajada espeluznante, casi como…la de una bruja.
Me pellizqué con insistencia. Pero no. No era un sueño.

