Ahora que sus sentidos volvían a estar activos, reaccionaban pidiéndole moverse para abandonar la dureza del camastro. Antes de abrir los ojos, sintió la boca amarga y seca y un punzante dolor de cabeza.
Se incorporó, quedando sentado con los pies en el suelo, mientras el frío traspasaba los calcetines a rayas rojas y blancas. Miró al frente y se asombró de ver ese entramado de barras de metal y una pared blanca tras ellos. A los lados, otros barrotes separaban estancias idénticas a la que él ocupaba.
Apoyó la espalda en la única pared, adosada al banco que hace un minuto pensaba que era una cama y se reprendió en voz baja: «¡Joder, ahora sí que la has liado!»
Volaron a su mente las imágenes de la tarde anterior: los preparativos, el ajetreo en la casa taller de elfos y ayudantes, la voz de Candice.
---¿Cuántos vasos van?
---Qué importa ---respondió áspero---, aún la recuerdo.
La radio crepitó un aviso de atasco en la línea 7.
---Ve a atenderlo, no puede fallar nada ---instó a su ayudante apurando el bourbon.
Y sí que había fallado algo, para ser exactos, él.
Pésima idea aparcar el trineo en ese callejón para tomarse la penúltima en un antro oscuro. Peor aún recordar su infancia de acosador a ese grandote tatuado para explicarle porqué nunca le regaló el cuchillo de caza que tanto pedía.
Su mente volvió a ella y volvió la sed. En época navideña todo eran «hohohos» y risas, gente alrededor, trabajo y alegría. Pero el resto del año, hasta que empezaba la acción, Mama Noel debía aguantar su mal humor, los problemas con proveedores y la guerra de patentes. No podía culparla por marchar a climas mas cálidos y alejada de él.
Saludos Insurgentes