Era noche cerrada en Roma, secunda vigilia, no se habrían atrevido a hacerlo de día en pleno corazón de la ciudad, así que actuaban como los ladrones y criminales que eran. Celia Concordia se mantenía erguida en toda su dignidad de Superiora de las Vestales. Incluso sin sus prendas rituales, vestida solamente con la túnica de dormir y una humilde palla con la que cubrirse recatadamente la cabeza, emanaba autoridad.
Sólo los gatos del foro habían sido testigos de cómo las habían sacado amenazadas de su casa y arrastrado frente al sagrado templo de la amada Vesta, diosa del hogar.
Ante la negativa de las dos jóvenes vestales a las que aquella noche les correspondía velar el fuego sagrado a abrir la puerta sin una orden directa de su superiora, cuatro de los fornidos matones que acompañaban al Obispo Siricius, se afanaban entre gruñidos en derribar las robustas puertas.
—Diles que abran, el difunto emperador Graciano, decretó que yo, obispo de Roma fuera el Pontífice Máximo y por tanto vuestro tutor legal y Pater, ¡debéis plegaros a mi voluntad! —razonó Siricius.
La Vestal le miró con absoluto desprecio y habló despacio, con toda la altivez de su antigua sangre patricia. —Nosotras servimos a la Diosa y al pueblo de Roma ¿a quién sirves tú Siricius sino a ti mismo? Esa llama es la suerte de Roma, si la apagas el imperio caerá.
—¡Yo sirvo al emperador Teodosio y a Dios mujer! —Prácticamente escupió esa última palabra. —"No permito a la mujer enseñar ni ejercer dominio sobre el hombre sino estar en silencio" —Citó el obispo gritando desencajado de furia mientras sacudía su biblia.
La puerta finalmente cedió, el fuego fue profanado, apagado, violado.
20 años después Roma ardió.
La luz se apagó para las mujeres por siglos.