Aún no sé si ha sido buena idea subir hasta aquí. Supongo que ha sido el instinto de supervivencia, dándome un último empujón y susurrándome al oído con voz impasible: ¡vive!
De pronto, como por arte de magia, me acuerdo de cuando me bañé desnuda a la luz de la luna en aquella playa desierta. Diría que los lagartos que habitaban plácidamente las faldas del volcán fueron mis únicos testigos.
Recuerdo las arrugas que agrietaban el rostro de aquella anciana que me ofreció un trago en la taza más bonita que he visto en mi vida mientras observaba el atardecer andino.
El intenso olor que abofeteó mi cara en el mismo instante en que abrí la puerta del angosto compartimento del tren en que celebraría mi cumpleaños con tres desconocidos.
Me inundan la memoria imágenes de él. ¡Quién me iba a decir que vendría a visitarme en este momento si ya tenía superada toda nuestra andadura juntos! Las mil carcajadas que construímos y las cuatro decepciones que nos destruyeron.
Las fichas de colores de aquel ridículo juego al que perdí contra mi padre el día que me aceptaron en la universidad. La danza de los árboles al vaivén de la gélida noche en que mi hermano se me sinceró como nunca en una improvisada acampada en la sierra.
Aparece mi madre, el día que la abracé por última vez. Nunca es buen momento para que una madre se vaya pero, definitivamente, ella se fue mucho antes de lo que a nadie le gustaría tener que experimentar. Le lloré tantas lágrimas como para apagar cada una de las llamas del incendio que me rodea.
Escucho sirenas a lo lejos que me devuelven a la realidad.
“¡Vive!” Me vuelve a decir esa voz.
Es muy tarde. Sonrío. Yo ya he vivido.