Caían los primeros rayos de luz en el bazar cubierto de El Cairo y aquel enviciado lugar estaba atestado. El canal de Suez había traído prosperidad a la ciudad y una cantidad ingente de comerciantes llenaban de vida la capital egipcia. Cada rincón de aquel mercado estaba meticulosamente decorado y el envolvente sonido del qanun parecía danzar con el viento.
Mercaderes y compradores de alta alcurnia ataviados con sus mejores telas esperaban el inicio de la puja. La ostentación reinaba en aquel lugar donde todas las miradas apuntaban hacia una misma dirección: la gran alfombra mameluca, el bien más deseado por todos los que compartían aquel patio. Menos para Bakari. Sus ojos tenían un solo dueño: Lukma, el esclavo que estaba ligado a la venta de la preciada alfombra, pues recientemente había sido adquirido por un sagaz comerciante sin escrúpulos.
A Bakari y Lukma siempre los había acompañado una relación imposible. Bakari venía de una familia rica de prestigioso linaje y Lukma era un pobre huérfano hijo de la calle. Desde que tenían recuerdos se habían ocultado para jugar y ahora, con apenas quince años y con una relación más profunda que cualquier inocente amistad, la vida les volvía a poner otro obstáculo: Lukma iba a ser comprado por un desconocido.
—¡Vendida! —sentenció el comerciante ofreciéndole una pícara sonrisa a Bakari.
El joven noble lo había conseguido.
—Esclavo, coja la alfombra y póngala sobre el burro—le dijo Bakari a Lukma.
Unos cuantos kilómetros más tarde y fuera de peligro, los adolescentes se detuvieron.
—Lukma, vendiendo esta alfombra en Europa tendrás suficiente dinero para empezar una nueva vida. Ponte esta ropa y márchate.
Bakari había comprado la libertad de Lukma en el acto de amor más puro: dejarle marchar.
Lukma sonrió con la mirada, inició la marcha y desapareció en el horizonte junto al inexorable atardecer.
Buen relato.
Saludos Insurgentes.