«Ciento cincuenta y dos»

Sí, soy yo de nuevo. No sé vivir sin la necesidad de escribirte. Bueno, hace unas semanas que te tengo olvidada, así que pido perdón... Olvidada no un sentido literal, más bien en el ámbito literario. Dejémoslo así, que ha quedado muy bonito.
Sé que ahora mismo te estarás preguntando que por qué he tardado tanto en escribirte y si estuviésemos de frente (mientras tomas un café meneando la cucharilla en la taza y reafirmo mi no adicción a la cafeína observando cómo lo degustas con devoción) me haría de rogar... Pero a través de una postal, eso es inviable.
¿O no?
Lo que ha ocurrido es... ¿De verdad quieres saberlo? Seguro que lo intuyes, tú todo lo sabes. En fin... lo que sucede es... que... 
¡Ja! Venga, allá va.
 
¿Preparada? Deja de beber que te vas a atragantar...

¡Me caso, mamá! ¡Me caso con el amor de mi vida! Sí, es muy de película de Antena 3, de las que a ti te gustan, por eso sé que estarás encantada. Quisiera ver el brillito de tus ojos, oír el chasquido de la cucharilla y que bajes el volumen de la televisión solo para atenderme a mí, a tu hija. Es un hecho tan importante que me produce tristeza. Sí, tristeza. Porque en lo importante tú debes estar presente, como siempre lo has hecho.

Mamá... Ay... 

No me estoy haciendo la interesante, es solo que te echo de menos. Lo que más me duele de tu ausencia es olvidarte. Tu voz... mi cerebro la ha descuidado. Por eso, me quedan las postales, aunque no salgan de casa, aunque las vaya recopilando en la cajita de madera con tus fotos. Ya van ciento cincuenta y dos, pero de los días con tu ausencia me niego a llevar un recuento.

Me caso, mamá. Ojalá, desde arriba, puedas leerme con tus gafas.