Las sombras siempre habían sido mis aliadas, especialmente cuando trabajaba. Oculto entre los pilares que sustentaban las casas, podía observar la plaza del mercado: las grandes alfombras extendidas, los avariciosos comerciantes y los ágiles ladrones.
Esperé pacientemente, mis ropas azules casi camuflándose en su totalidad volviéndome una figura borrosa y casi invisible.
Una voz a mi espalda sonó. – Recibí tu mensaje.
La voz era dulce y delicada, sin embargo, sabía que esa era una de las personas más peligrosas que pudiese haber en el reino, se trataba de una espía. Siempre me sorprendía lo ingenuos que eran algunos hombres como para subestimarla. Ella podría ser la mayor arma que jamás hubiera visto, y solo respondía ante sus propios deseos.
Saqué de mis telas la pequeña bolsita de cuero. Las monedas tintinearon. Mis ojos fijos en la subasta para no llamar la atención sobre nosotros.
- Mi precio ha subido. – dijo – El califa está inquieto, sabe que tiene espías a su alrededor. Necesito protegerme.
Sabía que era cuestión de tiempo que pasara eso. El califa podría ser un idealista, pero nunca tonto, a pesar de lo que sus enemigos querían pesar. Me alegraba considerarme entre los pocos que, conociéndolo verdaderamente, podría destruirlo.
Y la mujer detrás de mí, que había conseguido meterse en su casa, y robar sus secretos, era una parte imprescindible para ello.
- Bien. – le concedí. – Dame algo que valga la pena, y te pagaré en proporción.
Ella soltó un bufido. - ¿Crees que soy tan tonta?
- Creo que estás desesperada, y si no te compro yo la información tendrás que vendérsela a personas mucho más peligrosas.
No tardó en decidir.
Sentí unos papeles deslizarse en mis manos. – Cuidado. – susurró ella mientras me quitaba la bolsa de monedas. – Esto no solo hará caer al califa.