«De lo que aquí en adelante me sucediere...»

En el palacio, el duque reposa sobre la jamuga de su mujer, asiento al que acude cuando sucumbe a la nostalgia. La irrupción de su primogénita y única descendiente le saca del pensamiento:
—Llevo esperándote toda la mañana. ¿Dónde has estado, Brianda?
—Padre, recuerde que le dije que marcharía al monasterio.
—En absoluto lo recuerdo. Y dime, ¿con qué fin has ido?
—Quería visitar a un clérigo y encomendarle unas reproducciones.
—¿Unas reproducciones? ¿De la Biblia tal vez?
—No, padre.
—¿No andarás otra vez con la absurda idea de ser escritora?
—Pero, padre.
—Atiende bien, Brianda. En la próxima primavera, empezarán a venir nobles de toda la Península, acompañados de sus jóvenes hijos para pedir vuestra mano. Tu belleza y mi fortuna no conocen fronteras y será un período de mucho trasiego. No debemos distraernos con tonterías.
—Ya sabe lo que pienso de casarme.
—Me traen sin cuidado tus opiniones y sentimientos.
—Por favor, padre, déjeme escribir.
—En modo alguno. Ese es oficio de titiriteros y feriantes, para entretener al vulgo.
—Padre, qué equivocado está.
—¡No te atrevas a hablarme así!
—Discúlpeme, padre. Por favor, déjeme publicar mi novela.
—Ah, ¿pero ya has escrito y terminado algo?
—…
—¿Y cómo se llama eso que has escrito?
—…

A la mañana siguiente, el ánimo del duque se ha apaciguado y acude a los aposentos de Brianda, que yace en la cama con los ojos hinchados y el rostro abatido.
—Veo que no quieres hablar conmigo de tu novela. Después de lo que te dije es normal, pero entiéndelo, una doncella no puede ser escritora y, el pretendiente que te ronde no debe pensar que eres más inteligente que él.
—Pero, padre…
—Hagamos lo siguiente: me lees la novela y, si me gusta, permito que se publique... con una condición.
—¿Dígame cuál?
—No podrás firmarla con tu nombre.
—No es justo... pero está bien.
—Lee, entonces.
—"Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí me llaman Lázaro de Tormes..."