«Ay, si la Carmen nos oyera...»

Si lo importante es buscar la felicidad, ¿por qué defenderla me suponía tantos problemas?
-¡Bendito regalo de cumpleaños! -exclamó mi padre con gran disgusto.
-¿Pero tú lo has pensado bien, hija?
¿El qué? ¿Ser feliz? Es que no tengo ni que pensarlo. ¡Quiero serlo! Por supuesto que quiero. ¿Quién es el demente que se atreve a seguir un curso contrario?
De sonido ambiente, teníamos la terrible perreta de mi sobrino Hugo, de apenas tres meses. Mi hermana meneaba el gran carro tratando de apaciguar su chirriante llantina, pero no había forma. Carro, por cierto, que le regalé yo con el grandioso sueldo al que acababa de renunciar. Ochocientos pavos que... ¿ya jamás me podría permitir?
Por un momento, quise ser ese niño para llorar con todas mis fuerzas y que nadie pensara que he perdido la cabeza. ¿O era demasiado tarde?
Dani, mi novio, acariciaba mi mano izquierda con mimo. Solo él sabía de lo que era capaz. Solo él había sido testigo de lo que mis manos podían escribir en el papel, de cómo las palabras suponían un desahogo tan necesario en mi vida.
Hugo no dejaba de llorar, y yo quería hacerle compañía.
-Es una auténtica locura.
-Atender llamadas en un bufete sí es una locura, ¡porque no me hace feliz, joder!
-¿Y de qué vas a vivir? ¿Del aire? No me jodas, Estela, que ya somos mayorcitos para vivir de un cuento.
Cuentos era lo que yo quería escribir...
La yaya suspiró. Clavada a su silla mecedora tejía un abrigo amarillo con paciencia. Las gafas se ajustaban en la punta de su nariz y alzaba los ojos hacia arriba, fijados en nosotros. Y, de pronto, me miró a mí, tan solo a mí.
-La Carmen se va a cagar cuando le diga que mi nieta es escritora.
La Carmen era ella, aunque a veces no la recordara.