El día de los muertos, los mayores del lugar contaban que esa noche mágica en el bosque habitaban monstruos que salían y se paseaban por el pueblo.
Acababan de llegar sus amigos, los de todo el año y los que solo se veían este día.
Este año en el grupo de niños de fuera venía uno más, un pequeñajo que por disfraz se había puesto un pijama con dibujos del Rey León y en una mano colgaba un oso de peluche y la otra mano agarrada a una niña vestida con un traje muy antiguo.
Se saludaron todos y comenzaron su recorrido entre risas, gritos y carreras por las calles del pueblo.
Los niños de fuera no se acercaban a las puertas de los vecinos, se quedaban retirados observando divertidos como sus amigos conseguían ir llenando sus canastas. El niño nuevo no sonreía, simplemente miraba con curiosidad.
Los niños, los de fuera, uno a uno fueron diciendo adiós a los que se quedaban, prometiendo que regresarían puntuales al año siguiente.
Les dieron la espalda y juntos se encaminaron hacia el bosque.
El nuevo, el más pequeño que seguía aferrado a la mano de su amiga cuando anduvo unos pasos se volvió y agitando la mano con muñeco oso, les dijo adiós.
Además de regalarles una sonrisa, la primera y última de ese día.
Antes de adentrarse en el bosque desaparecieron dejando una estela de pequeñas luces brillantes.
Isabel, Carlos y los otros niños le contarían años más tarde que en el bosque de su pueblo no existían monstruos, sólo almas de niños que cada uno de noviembre regresaban a jugar con los niños vivos.
Mucha suerte.
Me ha dado un escalofrio cuando me he enterado que esos niños son sus almas...