«El fuego como testigo»

Feliz me hayo. Vestida con mis sencillas prendas, mis pies descalzos, bailo sin inhibiciones alrededor de la hoguera. Mis hermanos riendo mientras beben cerveza en las mesas, mis padres alegres hablando con otros mayores. ¡Cómo adoro esta fiesta! Recuerdo a los que se fueron, no con lágrimas sino con música, sabiendo que un día volveré a estar a su lado. Es allí en medio del frenesí y de la melodía de la flauta que sus ojos me capturan. Esos ojos que me persiguen en sueños, que siempre logran sacarme una sonrisa y un sonrojo. Pero mi felicidad es corta pues, de la nada, unos hombres de aspecto amenazante aparecen detrás de las runas, apagando cualquier gesto de alegría. 
Habíamos oído hablar de ellos. Rumores que corrían como el aire; un silbido amenazante; hasta los árboles parecían haber cesado su baile. Su presencia nunca trae nada bueno, sobretodo el hombre con esa gran cruz colgando de su cuello que nos miraba con un asco tan desmesurado que nunca atinaba a adivinar cual era el error que habíamos cometido, ¿Qué podría enfadarle tanto? Hablaba de un único Dios, de las escrituras sagradas, de unos mandamientos a seguir. Mencionaba siempre la piedad de su Señor, pero que él no demostraba, pues sus hombres empezaron a destrozar nuestras mesas, nuestras ofrendas, a romper los pequeños instrumentos que, hacía poco, habían llenado de alegría el prado. Volví a mirar a mis hermanos, quienes ya no bebían y sus expresiones eran sombrías; a mis padres; y a mi dulce tentación. Y fue allí, iluminada por el fuego que entendí. Entendí que esos hombres no nos iban a dejar vivir.