Él lo observaba todo desde las sombras, apostado contra la pared, embutido en una túnica pálida, tan silencioso que perfectamente podría haber pasado por una estatua en una hornacina. Una barba larga y encanecida denotaba la experiencia característica de aquel que lo ha vivido todo, que no tiene que prestar atención a la escena para conocer de antemano su desenlace.
Era obvio. Un comprador, ataviado con ropajes de color mostaza, contemplaba la alfombra sin perder detalle de la explicación del vendedor. Pero había algo en el brillo de sus ojos, en la forma en la que entrelazaba las manos detrás de la espalda, que le confería un carácter autoritario. El carácter del hombre acostumbrado a conseguir siempre lo que desea.
Seguramente ofrecería una cantidad por la pieza. Una cantidad demasiado baja. Trataría de regatear. El comerciante, extrañado por su actitud, se pondría en guardia e insistiría en su negativa de vender. Entonces el interesado desenfundaría un puñal, lo presionaría contra sus costillas y le susurraría al oído:
«La alfombra o la vida». Lo diría con tono amable, esbozando una sonrisa jovial que en nada delataría sus intenciones.
Si, aun así, el vendedor, henchido de orgullo, no claudicaba ante la amenaza, el aristócrata retiraría el arma, le estrecharía la mano y le agradecería de todo corazón sus servicios. La frente del vendedor se arrugaría de aturdimiento y su cabeza se sacudiría en un intento por olvidar cuanto había ocurrido.Después, al amparo de la noche, unos hombres encapuchados se colarían en su casa y le prenderían fuego. «Se cayó del caballo», explicarían a sus familiares y amigos.
Y el hombre de mostaza se saldría una vez más con la suya.