La mañana parecía transcurrir con total normalidad. Grandes alfombras lucían ante la atenta mirada de posibles compradores mientras que los comerciantes esperaban pacientes desde las alturas.
Esa normalidad solo era aparente. Alguien esperaba, inquieto, el momento de poder escapar de ese lugar, un lugar que escondía un terrible secreto y del que nadie parecía haberse dado cuenta, al menos hasta ese momento.
Ese hombre se había cubierto con una gran túnica azul celeste y aguardaba en la puerta el momento idóneo para poder salir de allí sin llamar la atención. Quería dejar atrás su secreto.
Unas horas antes del amanecer se había colado en la casa del vendedor para llevar a cabo su amenaza, llevaba meses advirtiéndole que debía pagarle las mercancías que tan buen nombre y posición le estaban dando en El Cairo, de no ser así, sus deudas le saldrían muy caras.
Cansado de esperar a recibir el dinero por las alfombras que, semana tras semana, le llevaba y oculto bajo el manto de la noche llegó hasta su morada, buscó el aposento de su hijo pequeño y se sentó a mirar cómo dormía. En ese momento el miedo invadió su cuerpo; permaneció allí minutos que parecían eternos hasta que los primeros rayos de sol comenzaron a entrar por la ventana.
Fue entonces cuando miró sus manos temblorosas y pensó que si lo hacía tenía que ser en ese preciso momento, si esperaba más tiempo quizá sería tarde para escapar. Aún tardó unos minutos más en reunir fuerzas, agarró con firmeza un gran almohadón que había a los pies de la cama, lo colocó sobre la cara del pequeño y apretó con todas sus fuerzas hasta asfixiarlo.
Ahora tan solo podía esperar el momento idóneo para salir de allí antes de que alguien fuese a despertar al niño.