«El legado de una sabia frase»

Si lo llego a saber no vuelvo. Menuda racha de discusiones llevamos, y siempre a la misma hora: cuando el hambre agita mi organismo. ¿Qué culpa tengo de que mis tripas suenen a la noche? Yo preferiría zampar cuando todos están fuera: los niños, en el colegio; Felisa, en el hospital y la abuela, en el centro de día.

No recordaba que Carlos y Lucía discutieran tanto. Si esto es la antesala de su adolescencia, apañados vamos. Pobre Felisa. Y encima el pequeño. Por suerte, ha empezado primero de infantil.

Míralos, ¡que empiezan a zurrarse! Menos mal que ahí está mi Felisa para reaccionar a tiempo. Plas, Plas. A diestra y siniestra. Lo que se dice un par de galletas terapéuticas. Mano de santo. Aunque a este paso al santo le hacen un juicio rápido y lo meten en la cárcel en un abrir y cerrar de Padrenuestro, por enaltecimiento de la violencia.

La abuela, más pillastre que sorda y senil, llena el buche, ajena a todo, como si se lo fueran a quitar de las manos. Es lo que tiene venir de familia numerosa en época de cartilla de racionamiento. Afortunadamente aquello ya pasó, de lo contrario mi vida valdría menos que un bikini en Alaska.

Parece que los bofetones han aliviado la tensión. Ahora sólo hay lloros y sorbos de mocos.

Madre mía, ¡las croquetas, Felisa! Con la movida, se ha despistado y se están dorando demasiado. Este fino olfato mío es una bendición. A ver cómo la aviso. Si estiro su delantal seguro que se asusta. Mejor me estoy quietecito y que coman jamón serrano, que en la nevera siempre hay. Ya lo decía mi padre: “tú a lo tuyo, y sobrevivirás en el matrimonio”. Qué listo era, el condenado. Me sirvió entonces, y me sirve ahora... convertido en un diminuto roedor.