Por fin la había encontrado...
Cuando la desplegaron ante él sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Era esa, no cabía duda. Recordaba cada dibujo del delicado y complicado diseño. Los colores habían permanecido vívidos en su mente durante quince años. Era esa alfombra, su alfombra. Por fin la había localizado tras recorrer cientos de kilómetros. La búsqueda había terminado.
Casi no oía la voz del vendedor, ni la de sus hombres de confianza, que debatían sobre la idoneidad de la compra. Él ya no estaba allí, estaba lejos, ajeno a todo.
La estancia se fue desdibujando y, poco a poco, empezó a escuchar una deliciosa melodía. Era ella, estaba cantando, volvía de nuevo a cantar, como cuando estaba tejiendo la alfombra en un salón de palacio. Podía volver a ver sus manos, que no tejían, sino que acariciaban los hilos.
Poco a poco, en la urdimbre de la alfombra, su corazón fue quedando preso, bordado en realce con las manos más delicadas que jamás pudo contemplar. Quedó cautivo de su arte y belleza.
Una noche, ya con la alfombra terminada, él quiso agasajarla con un frasco de perfume, esencias traídas de los lugares más lejanos de Oriente para perfumar su negro pelo. Sabía que era un atrevimiento, pero no pudo evitarlo. La besó, con tan mala suerte que fueron sorprendidos y ella dejó caer el frasco, que se rompió sobre la alfombra.
Al día siguiente ella había desaparecido, nunca más la volvió a ver. Tampoco había rastro de la alfombra. Pero allí estaban, juntos otra vez gracias a su magnífica obra.
Se acercó. Posó su cara delicadamente sobre el suave tejido. Aspiró con fuerza y pudo oler cómo el perfume impregnaba aún la alfombra tras tantos años. Ella volvería a casa.
Una lágrima surcó su rostro sonriente.
Buen relato amigo.
Saludos Insurgentes