La desesperación me golpeaba con su fétido aliento en el cogote. Me había bebido mi peso en vodka, y el barman me preparó un último combinado que, tras el primer sorbo, hizo que el mundo pareciera encajar. Ahí dentro, cerca de las penas, el alcohol se convirtió en verdad incuestionable.
Los excesos y el acelerado declive de los últimos años me habían puesto al borde del abismo. Estaba a dos semanas de vivir en mis propias carnes uno de esos desahucios que tantas veces había cubierto como corresponsal en aquellos años en la tele, y la propuesta de participación en un reality show de personajillos de cementerio se antojaba como el último flotador en medio del temporal al que llamaba vida.
Aunque las estupideces de los otros me fascinan, siempre he preferido las mías. Así que, ¿por qué no? No tenía mucho más que perder ¿O sí?
El último bastión -inexpugnable sin consentimiento- que debería proteger una persona con uñas y dientes es el de su intimidad, por lo menos la verdadera. Mi exposición a pecho descubierto me hizo ganar un buen dinero, pero también una gran cantidad de críticas que he sido incapaz de digerir. Cuando se despoja a alguien del último vestigio de esa intimidad y se le expone públicamente a la mofa, es la sociedad al completo quien pierde dignidad. Yo solo soy el desgraciado que la padece.
La vida transcurre a una velocidad que supera mi capacidad de administrar emociones. Con la pistola que encontraréis junto a mi cuerpo, estaba dispuesto a silenciar con una lluvia de plomo a todos aquellos que me han destrozado. Pero en cuanto desapareció el efecto de la cocaína, entendí que acallar todas esas insoportables voces críticas solo sería posible en el único lugar donde habitan todas juntas.
Hasta siempre y disculpad el estropicio
Enhorabuena
Saludos Insurgentes.