«EL VIAJE QUE NOS CAMBIÓ»
Desde que nos conocemos nunca hemos hecho un viaje tan largo, solos tú y yo, pero por fin es el momento de enseñarte lo que significa para mi ese lugar al que viajamos, porque después de cinco largos y esperados años, me atrevo a hacerlo. Me acerco al lugar en el que guardo con añoranza mi secreto más preciado.
Es un pueblecito pequeño situado a la falda de una sierra y rodeado de montes llenos de olivos, que a su vez colinda con un río manso, que en los veranos más secos dejan ver un diminuto puente de la época romana. Un rincón de una tierra que me vio nacer hace tres décadas, donde crecí feliz y me abrazaba a inviernos fríos y primaveras con olor a cerezos en flor.
Me quedo observándote kilómetro tras kilómetro y noto con más intensidad cómo me palpita el corazón, sabiendo que el tuyo palpita nervioso, pero no de la misma manera. Por desgracia no has viajado mucho. Tu madre pasó por una época difícil; creciste sin padre, esa figura que se encarga de enseñarte una parte del mundo, con el que vivir mil aventuras e idolatrar como tu gran héroe de carne y hueso. La verdad es que nunca me hablas de ello, pero yo lo noto, y eres admirable por no mostrar ni un ápice esa carencia.
Hoy es el último sábado de agosto y un tanto especial para la vida de este jaranero pueblo. Es el día grande de sus fiestas veraniegas, en la que se despiden de la temporada tórrida y celebran con una verbena el comienzo de la cosecha de la aceituna, pidiendo así por un otoño próspero y fértil para sus campos.
Llegamos a una casita rural a las afueras, en la que las paredes empedradas nos indican que son aislantes del frío helador de sus inviernos y del calor asfixiante de sus veranos. Nuestra habitación decorada de manera rústica es íntima y confortable. Las ventanas están ubicadas de cara al río, que, si no recuerdo mal, nunca había llevado tanto caudal de agua para esta época del año. Después de un divertido baño de jabón y una degustación típica de su gastronomía local en el bar del hospedaje; en la que no podía faltar el pestorejo extremeño, la morcilla patatera y las aceitunas, decidimos poner rumbo a la verbena en la plaza del pueblo, siendo ésta el corazón del casco histórico.
Por el camino voy enseñándote todos los rincones que siendo niña recorría con mi bicicleta, o con los patines, si ese día perdía a piedra- papel -tijera contra mi mejor amiga, porque no hay tiempo que pase que pueda romper lo más honesto que conservo en esta pequeña localidad: una inquebrantable amistad de toda la vida.
Paseamos por estas estrechas calles de fachadas pintadas con colores claros y suelos con adoquines granallados, perfectos para no resbalar en esos días lluviosos en los que salir a por el pan es toda una heroicidad. Anécdotas de esos días hay cientos: vecinas haciendo malabares con el paraguas, la compra y toquilla de lana al cuello, abuelitas con bolsa de plástico cual gorro improvisado, y la mejor de todas, mi madre, ese ser de otro mundo que dejaba que el agua mojara su pelo y aun chorreando seguía estando perfecta.
Subimos por la calle que llega a la plaza y la atmósfera ya huele a churros con chocolate mezclado con la pólvora de los petardos, esos con los que a los jovenzuelos les gusta tanto entretenerse entre pandillas. Un poco más arriba se presenta el olor a hierbabuena y dama de noche, fragancias veraniegas que me arropan en silencio, que fueron testigo de vivencias que recién se arremolinan en mi mente y me transportan a esos momentos de mi pasado.
La orquesta está comenzando y la música alborota cada esquina. El vibrante sonido de un solo de saxo me eriza la piel, una sensación que hacía tiempo no tenía y recordaba en lo más profundo de mis pensamientos, y que ya sentía muy lejos.
Te miro y sonríes emocionado. Nunca has visto algo así, y es que criarse en una ciudad es lo que tiene, te pierdes muchas de las cosas que se viven en los pueblos; vivencias imborrables.
Te agarro fuerte la mano, me miras con tus grandes ojos avellanados y tu pelo negro encaracolado tapándote la frente, y pienso en que jamás te voy a soltar.
Llegamos a la plaza y las luces de colores inundan un escenario que hacía años no veía, otra vez más vuelven destellos agolpados de recuerdos a mi memoria del último año que estuve, ahora sé que son imposibles de borrar, aunque intenté borrarlos de mil maneras diferentes. Veo como el sonido de la música te anima y comienzas a contonear tu cuerpecito, y ríes, te carcajeas como nunca lo habías hecho.
—Cariño, ¿ves al hombre que toca ese instrumento tan raro? Toca bien, ¿verdad? —me miras y afirmas con un leve gesto —Sigue sonriendo mi pequeño, él es tu papá y tampoco sabe quién eres, pero hoy os conoceréis por fin.
Una lágrima valiente, como lo he sido yo durante este enternecedor viaje, resbala por mi cara, es la primera vez en cinco años que lo digo en voz alta y ya no lucho por reprimirlo en mi interior.
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Bendita infancia y adolescencia de pueblo, el giro final es brutal.
Enhorabuena!
Saludos Insurgentes
Enhorabuena me ha encantado.
¿Qué más se puede pedir?
Te ha quedado genial, Rebeca