Era el verano de 2008. Mi mujer, Gabriel y yo pasamos un mes entero en Mallorca en la casa de mi familia. Ese año, recuerdo que me compré una cámara de acción, de esas que graban todo en ojo de pez y se pueden sumergir. Apenas la había probado un par de veces en mi ciudad para hacer algunas pruebas y estaba deseoso de usarla para grabar el fondo marino. Fue nada más llegar cuando Gabriel, después de dar besos y abrazos a la familia que nos esperaba, acompañados de comentarios como «¡Qué grande estás!», quiso bajar a tomar un baño. Era un poco tarde y el sol se estaba poniendo, pero ¿cómo íbamos a negárselo? Tenía ocho años y le encantaba la playa. Solo la pisaba en estos días de verano. Su madre se ofreció a bajar con él mientras yo deshacía las maletas.
Terminé y me abrí una cerveza con mis hermanos a los que no veía desde hacía un año. Apenas le di un trago cuando mi mujer entró por la puerta de la casa con el niño llorando desconsolado.
—¡Resulta que ha perdido tu cámara! —gritó alterada.
No podía creerlo. La había guardado en un neceser acolchado. Rápidamente fui a mi habitación a revisar y comprobé que, efectivamente, no estaba. Sentí cómo mi pulso se aceleró de golpe y experimenté esa presión en la cabeza que uno siente cuando está muy enfadado.
¿¡Quién te ha dado permiso para coger mi cámara!? —grité sin piedad al pobre niño, que lloraba con la respiración entrecortada.
—Un delfín…
—¡Acabamos de llegar y ya has hecho la primera! ¿¡Qué dices de delfín ni «delfón»!?
—Un delfín me la ha quitado, papá, te lo juro.
—Anda, vete a tu habitación a pensar. ¡Vaya forma de empezar las vacaciones! —no pude contenerme.
Fui a buscar unas gafas de bucear para ver si podía encontrarla, pero pensé que no había suficiente luz y tampoco sabía por dónde había nadado Gabriel, así que pospuse la búsqueda para el día siguiente.
Así lo hice. Por la mañana temprano, le pregunté por dónde había nadado. Resultó que salió del espigón, ¡y a esas horas! Le recriminé que no era sensato, pero después de la bronca del día anterior, no quise ser demasiado duro. Bajé con gafas, tubo y aletas, decidido a encontrar mi cámara. No tuve éxito. Por la tarde lo intenté de nuevo. Esta vez llevé a Gabriel conmigo para ser más preciso con el lugar.
—¡No quiero oír nada más sobre el delfín! —recuerdo que le dije, porque no paraba de insistir con la historia del delfín.
No conseguimos nada. La marea la habría arrastrado lejos o tal vez alguien la encontró antes que nosotros. Me olvidé de la cámara, yo que me había comprado un arnés para la cabeza y había planeado todo tipo de videos.
Era el último día de vacaciones. Había sido un mes fantástico. Excepto por aquel incidente, todo fue perfecto. Disfrutábamos del último baño a media mañana cuando Gabriel apareció corriendo hacia nosotros con algo en la mano y dando voces.
—¡La cámara, la cámara! ¡Me la ha devuelto!
Tardé en creerlo, pero a medida que se acercaba a la orilla, vi que era cierto. Continuó con la fantasía del delfín, lo cual me preocupó un poco. Gabriel siempre había tenido imaginación, pero no solía mentir ni distorsionar la realidad de esa manera. Pensé que tal vez no quería disgustarme y eso lo llevó a fantasear.
La cámara estaba oxidada, la lente hecha añicos y había perdido el color en algunas partes. Los daños eran irreparables.
—Me la ha devuelto, papá, te lo juro.
—Ya hablaremos, Gabriel. No hace falta mentir. Es más valiente aceptar los errores y aprender de ellos. —intenté adoptar un tono didáctico, pero por dentro, la rabia me consumía.
No fue hasta años después, cuando necesité una tarjeta de memoria para un teléfono móvil recién comprado, que recordé que había una en la vieja cámara y tal vez se pudiera utilizar.
Cuando la inserté, apareció un mensaje de error: «Memoria llena». La cámara había estado grabando bajo el mar. Algo, no me preguntéis qué, me hizo mirar la grabación. Estaba llena de movimiento, destellos de luz parpadeaban en la pantalla de mi ordenador. Me puse los auriculares. Comprobé que se escuchaba el sonido de las olas junto con chillidos tan agudos que casi dolían. No podía creerlo. ¡Eran delfines! Al comienzo de la grabación se veía cómo un grupo de delfines jugaba con la cámara. La luz era escasa, pero se podía distinguir cómo la dejaban caer al fondo y luego, con ayuda de su boca, la subían a la superficie para dejarla caer de nuevo. Después de unos 4 minutos, la grabación se convirtió en un negro total, pero aún se podían escuchar los sonidos del grupo comunicándose.
Este es el discurso que, lleno de orgullo, leí años después el día que a mi hijo Gabriel le concedieron el Premio Princesa de Asturias por su carrera como biólogo marino especializado en la conservación de especies.
¡Bonita historia!
Sin duda, es un relato de los tuyos, lleva tu sello inconfundible.
Precioso relato, lleno bondad y ternura en su protagonista.
Enhorabuena compañero!
Saludos Insurgentes
¡Enhorabuena!
Que gusto leerte Compi 🤗