Khaled se despertó muy temprano, como venía haciendo desde hacía varias semanas, para perderse una vez más por el entramado de callejuelas que conformaban El Cairo. Aquel día portaba un turbante blanco y una túnica de color mostaza potente. En realidad, tenía pocas posesiones, ya que no se podía permitir comprar mucha ropa. Estaba previsto que recorriera distintos países hasta llegar a La Meca. En Europa se contaban historias de hombres que habían conseguido hacerse pasar por locales incluso en tan sagrado lugar, cuyo acceso se encontraba restringido únicamente a los musulmanes. Khaled, con su amplio conocimiento del mundo islámico y su fluidez con el árabe, pretendía conseguirlo también.
Siguiendo su propia costumbre, Khaled repitió el camino hasta un hamām poco concurrido. Era fundamental evitar aglomeraciones que pudieran delatarle. Había sido muy precavido, procediendo a su circuncisión antes incluso de cruzar el Mediterráneo. Mientras realizaba el proceso del baño, escuchó “Allahū akbar!” con el que el almuédano entonaba la primera frase del adhan. Era la hora. Acudió a la mezquita como un fiel más.
A la salida, Khaled se dirigió al sūq de Khan el Khalili. Según se comentaba, Amir, el mercader de alfombras, había traído nuevo género. Khaled acudió sin pensárselo. Tras recorrer varios puestos, llegó al lugar. Amir era un hombre anciano, con una larga barba blanca y un turbante de color verde musgo que combinaba con una túnica grisácea. Como buen vendedor, Amir había expuesto en primer plano una magnífica alfombra que atrajo a un pequeño grupo de curiosos. Khaled se mimetizó con ellos y escuchó la conversación. El ambiente se volvía cada vez más bullicioso. Un joven de buena familia parecía interesado en comprar aquella tela, y se adelantó para verla mejor. Khaled, pensativo, lamentó que aquella escena no se hubiera inmortalizado.
Me ha gustado el estilo.