Eran las 5 de la tarde de un caluroso día de agosto. Después de dar un paseo por el parque con mi sobrina y volverme a ver la lengua roja tantísimos años después (dichosos caramelos Drácula), tuve la «fantástica» idea de entrar en un museo para combatir el calor. Además era gratis, un acicate para mi bolsillo, ya que aún me quedaban por pagar un par de gofres de la pastelería que tanto le gusta. Yo no tenía ni idea de museos, pero siempre me habían transmitido una sensación de calma. Era la primera vez que mi sobrina visitaba uno. Vistas ya tres salas, en la cuarta se detuvo delante de aquella obra y me preguntó:
–Tío, ¿por qué no hay mujeres en este cuadro? –Incluso mi sobrina de seis años se da cuenta de que soy incapaz de explicar las cosas que me resultan comprometidas. Ella siempre se fija en mi cuello y se da cuenta de que trago saliva deseando que pasen esos momentos rápidamente, aunque con ella es siempre muy divertido. No supe qué contestar. Ella me echó una mano y cambió radicalmente de registro.
»»Mira, tío, esa es más grande que la alfombra que tenemos en nuestra casa. –Sabe cuándo necesito reír y esta vez lo hice a carcajadas. –Fíjate en el suelo, mi madre no permitiría ese desastre –continuó mientras sonreía.
»»¿Están vendiendo alfombras en el templo?
–Sí, cariño.
–Ahí no había Amazon, ¿verdad? –Me agaché y la rodeé con mis brazos, mientras yo trataba de contener una nueva carcajada que hubiera sido atronadora. Era mi forma de agradecerle que me hiciera sentirme niño de nuevo. Ella reconoció mi gesto con unas palmaditas sobre mi espalda y concluyó: –Venga, tío, vamos a comernos unos gofres.