Ese treinta y uno de octubre era mi cumpleaños número trece. Así que, a la profesora de matemáticas, no se le ocurrió mejor idea que poner un examen. Había estudiado mucho y sabía hacer los ejercicios. Sin embargo, empezó a recorrerme por la espalda un sudor frío. Lo asocié a los nervios, sin darle mayor importancia a lo que pasaba. Pero fue a peor. Me empezó a dar dolor de cabeza y comencé a escuchar voces. “No te resistas a quien eres”, me decían. Pedí permiso a la profesora para ir a lavarme la cara. No llegué muy lejos.
Nada más levantarme, caí de rodillas gritando de dolor. Miles de cuchillas con forma de escamas me atravesaron la piel con la intención de salir. Sentí como mis uñas se hacían más largas, los dientes más afilados. Entre todo ese caos, solo podía ver el rastro de mi cabello, que se desacoplaba de mi cabeza por mechones. Ni siquiera pude desahogarme con la ayuda de las lágrimas.
Una mano rozó mi piel, llevándose su dueño un manotazo. Miré hacia arriba arrepentida. Ojalá no lo hubiese hecho. Me encontré caras de terror y un brazo ensangrentado. Dí un paso hacía ellos para ayudar, pero solo logré que se alejaran más.
Me detuve, giré y corrí entre los pasillos con la cara cubierta por mis manos. Cuando me miré al espejo del baño, unos agujeros negros me devolvieron la mirada. Dí un paso hacía atrás y toqué mi “cara”. Me fijé en que tenía la mano llena de sangre.
No quería hacer daño a nadie más. Me encerré en un baño y nunca más he salido. Acompañada por la seguridad de la soledad y la oscuridad. Si ves un baño cerrado, ahí estaré yo, escuchando y anhelando lo que no puedo tener.
Para unir las dos oraciones, tras la palabra sin embargo deberías haber colocado una coma.
Es solo mi punto de vista tras la lectura.
Es una buena historia.
Votada.