Padme observaba desde lo más alto del mercado de alfombras de Isfaham, como su padre Nassim, intentaba convencer a los compradores de las excelencias de sus alfombras. Lo cierto es que eran de las apreciadas de la ciudad, por la gran calidad de sus materiales, seda, lana y algodón, y por la gran exquisitez de sus detalles.
Nassim era el propietario de un pequeño taller familiar, con tan solo un telar vertical, en el que su esposa Azura y sus dos hijas Vashti y Padme, tejían las alfombras con suma destreza y dedicación. Nassin se encargaba de teñir la lana, utilizando siempre alumbre y tintes de primera calidad. Él sabía que un cliente contento, era un cliente que volvía.
Pero a Padme lo que realmente le gustaba era la venta de las alfombras, por eso, los días de mercado. Ya que la entrada al mercado le estaba prohibido a las mujeres, Padme no dudaba en ataviarse con ropa masculina y acudir al mercado a observar a los vendedores, sobre todo a su padre, con la intención de aprender un oficio que difícilmente podía ejercer.
Uno de los días de mercado, Padme fue sorprendida por su padre, pero lejos de castigarla y después de que la muchacha le explicara el motivo de su presencia en el mercado, la dijo:
—Si es lo que deseas, te enseñaré el oficio de vendedor de alfombras, pero no te vistas más como un hombre.
—Pero si no lo hago, no me dejarán entrar al mercado.
—Si vienes conmigo, nadie se atreverá a prohibirte la entrada.
Lo cierto es que aquella prohibición era una ley no escrita, por lo que, desde aquel día, las mujeres comenzaron a ir al mercado a comprar y vender alfombras, ante la mirada atónita de los hombres.