Hasta ahora nunca me había aprovechado de ser amigo del Emir, pero durante años de espera, en la sombra, agotando velas y penurias, la vida me alumbraba hacia este momento único. He aguardado en su alcoba, en su lecho, a veces desnudo y otras ligero, para atrapar mi oportunidad, abusando de un poder no heredado aunque abrazado y laureado con falso apego. Soy consciente de la temerosa presión del propietario, debido a la presencia del propio Emir y sus guardas, amenazantes, desde la platea superior del recinto. Sé que tampoco es justo para los comerciantes presentes toda esta pantomima innecesaria, pero fue el último deseo de mi abuelo Hakeem, que Alá le proteja, y honrarle es mi destino, incluso con pecados que rentan un lugar entre infieles y malditos.
Él siempre contaba asombrosos cuentos y fantásticas leyendas, pero siempre enfatizaba, con un hipnótico brillo de ojos, cuando se refería a la tienda de alfombras y su poderosa magia. Afirmaba que el conjunto de lienzos, colores y formas imposibles de aquel lugar podían transformarse en portales hacia otros mundos; dimensiones donde se hallaba un conocimiento muy superior al nuestro. Decía que esos telares solo se activaban en lugares especiales, como aquel, donde antaño habitaron todo tipo de artesanos de la magia. De hecho, en este instante tan crucial, creo estar viendo su alma, vistiendo la túnica blanca que le caracterizaba, bajo ese umbral oscuro de la entrada, y orgulloso de mí. Por él forcé que el vendedor de alfombras subastara (en cierta medida) su negocio. Solo por él.
—Tranquilo, mi señor. Cuando cerremos el trato, todo, absolutamente todo, será suyo.Asentí en silencio, apretando con disimulo ambos puños en señal de victoria.
—Disculpe, ¿y el burro?
—Lo lamento, ahí no puedo ayudarle. Lleva aquí desde antes que yo llegara...