Érase una vez una niña que nunca lo fue, ahora ya anciana, su nombre era Celia, su rostro ajado mostraba las huellas de una vida vivida, de sinsabores, pero también de alegrías. Su pelo blanco, era el testigo mudo del paso del tiempo, un tiempo que Celia no había dejado pasar en vano. Sus tres hijos y seis nietos, eran su mejor tesoro, todo lo que tenía, su mejor obra. Había perdido a su marido muy pronto, quizás demasiado, y fue cuando se tuvo que enfrentar sola en la vida, a la crianza y educación de sus vástagos. Pero pese a los esfuerzos y vicisitudes, había merecido la pena, a tenor del resultado.
En aquella Nochebuena miraba desde su sillón, como sus seis nietos jugaban en el salón, les observaba con alegría y orgullo, aunque también con cierta envidia sana. Ella nunca había sido una niña, tuvo que madurar demasiado pronto. Con apenas ocho años, fue sacada de la escuela para llevarla a servir a la casa de los “González”, los más adinerados del pueblo. Y allí fue donde creció, entre fogones y cacerolas. Y así de golpe, tuvo que olvidarse de su infancia, jamás celebró un cumpleaños, nunca tuvo regalos de Navidad.
Pero Celia, cuando echaba la vista atrás, no sentía nostalgia de lo no vivido, ahora era feliz con su familia, y pudo vivir esa infancia que no tuvo con sus nietos, a través de ellos pudo saber lo que sentía un niño, la ilusión, la inocencia y el afán por descubrir. Ahora sentía que, de pronto, había recuperado la infancia perdida, cuando tan solo tenía ocho años.
Bonita historia paisano.
Saludos Insurgentes