«Un mundo infinito»

Érase una vez una niña de trenzas doradas y dulce sonrisa. En apariencia era similar al resto de niños de su edad pero, bajo aquella mirada del color del mar, se ocultaba un mundo infinito. Un mundo donde la palabra imposible no existe, un mundo donde los sueños se tornaban reales. Tan solo tenía que cerrar los ojos y dejarse llevar por sus sueños, por lo que su subconsciente le susurraba al oído cada noche.

El escenario no siempre era el mismo: a veces podía ver un bosque repleto de animales comunes y no tan comunes, una playa con criaturas marinas, una humilde casa rodeada de un campo de flores y diminutas luces parpadeantes, un cielo repleto de estrellas sonrientes, un barco agitado en el mar embravecido. El único límite era su imaginación, la tinta de su boli azul y las palabras suspendidas en el ambiente. Con el tiempo la pequeña aprendió a atrapar esos mundos diversos entre hojas y hojas de papel en blanco, plasmar cada detalle en sus recuerdos, y una triste realidad se alzó ante sus ojos.

'No quiero olvidar a mi perrito. Tampoco al abuelito. ¿Qué puedo hacer?' -pensaba la niña, ahora convertida en una joven adolescente- '¡Ya sé! ¡Escribiré una historia sobre ellos! ¡Así estarán siempre conmigo!'

Ella alzó el boli con decisión y comenzó a relatar.

''Érase una vez un sastre habilidoso y un perro de ojos caoba...''

Y así empezó otra historia. Un cuento en el que sus seres queridos serían eternos, un relato en el que guardaría un pedacito de ellos. Sus almas, bellas y luminosas, siempre la guiarían allá donde ella fuese cual faros resplandecientes en una noche tormentosa.