«La meiga»

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, recuerdo aquella tarde remota en que, a la orilla del arroyo que bañaba la aldea, conocí a Mariela. No era la primera vez que la veía; muchas veces le había observado, curioso y fascinado, mientras caminaba entre los puestos del mercado semanal. La meiga, le decían. Se contaban mil historias sobre ella y a lo que se dedicaba. Yo no creía que hubiese hecho todas esas cosas horribles que le atribuían los aldeanos. ¡Si tenía cara de ángel! 
Mariela recogía hierbas y piedras; me acerqué a ella con un guijarro en la mano y se lo ofrecí. Me miró con esos grandes ojos verdes que eran capaces de ver en tu interior, y sonrió. Así comenzaron años felices, yo dedicado al ganado y Mariela con sus ungüentos, haciendo caso omiso a habladurías y demás chismes que llegaban a nuestros oídos.
Y estalló la guerra. Y algunos hombres y mujeres del lugar aprovecharon para castigarnos; a Mariela por bruja, a mi por haberme dejado hechizar. Corrieron a denunciarnos por republicanos, nosotros que nunca nos habíamos pronunciado por uno u otro bando.
- Pues muy bruja no será esa que no es capaz de salvarte - espeta el hombre que se dispone a morir a mi lado.
Miro a Mariela que, abrazándose el vientre, me sonríe como aquella tarde junto a la orilla del arroyo.