«Un reflejo familiar»

Cuando se despertó una noche de un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en…

Su suegra.

Si bien, no en la mujer que, intuía, cada noche se acostaba con camisón y rulos, se ponía faja para comprimir la carne y la respiración, a partes iguales, y se aplicaba un denso maquillaje para ocultar su auténtica identidad.

No. La mujer que veía reflejada en el espejo del techo era la imagen de su suegra con treinta años menos, la misma que posaba en las fotografías que ella enseñaba presumida durante la sobremesa de cada comida de Navidad en su casa.

La figura lozana del espejo llevaba puestos slips de satén rojo con encaje en contraste y un tanga, como lo que regaló a Irene. Era la misma mujer que le fruncía el ceño cada vez que él emitía su opinión sobre cualquier cosa, pero ahora había lascivia en el rostro: una piel limpia y desnuda con los párpados entreabiertos, unos labios de jugosa carne, y la lengua recorriendo lenta el precipicio de la boca.

El espejo devolvía la imagen de un solo cuerpo, la suegra cachonda, y él sentía el fuego circular por todo su ser. Las manos empezaron a atolondrarse, deslizándose por la piel en peregrinación devota, sin vestigio de miembro alguno en la entrepierna lo que le asustó hasta apaciguarse con lo hallado en su lugar. La excitación se desparramaba sin control y, en un arrebato, llegó a los pechos para amasarlos con firmeza por encima de la suave lencería, hasta que hizo brotar dos promontorios, duros y diminutos.

De improviso, en un momento de lucidez, su cuello giró a la mesita y se encontró con el retrato de Irene. Aún con el cuerpo incandescente, maldijo que no fuera su imagen la reflejada.

Eran demasiadas noches sin ella y tenía miedo de olvidarla.