«Infierno de rayas azules y blancas»

La brisa marina azotaba la arena con la suavidad de una caricia. Los niños, al fondo, comenzaron a disiparse en dos motas difusas, borrosas, lejanas. Ya apenas veía ante mí un batiburrillo de letras que bailaban sin ton ni son. Letras que no alcanzaba a leer porque mis ojos se cerraban como dos grandes persianas. De pronto, caí en un profundo sosiego y los sonidos de mi alrededor se extinguieron.

Todo era oscuridad. 

Hasta que las persianas volvieron a abrirse. Y entonces desperté, algo confuso y ciertamente irritado. Me encontraba en un diminuto cubículo con más personas, desaliñadas y delgadas hasta los mismísimos huesos. Como un pelotón, nos dirigimos afuera, donde el aire nauseabundo se instalaba por todos los rincones. 

Se me helaron los huesos, y no precisamente por aquel frío gélido. Mi corazón bombeaba en el pecho hasta dejarme exhausto. A mi alrededor todo eran atuendos a rayas, azules y blancas, e incluso yo mismo llevaba uno idéntico. Pasé una mano por mi cabeza: lo que antes era una hermosa cabellera ahora carecía de pelo. Mis pies descalzos se movían entre los cádaveres, que parecían estar ahí intencionadamente, solo para infundir terror. Los hombres uniformados reían socarronamente mientras abofeteaban a las personas sin miramientos. Parecía que se relamían de placer al hacerlo.

- ¡Número 62437, sala 7!
- ¡Número 28173, sala 3!
- ¡Número 46527, sala 4!
Ese era yo. Un número de 5 cifras sin identidad, sin pasado, y posiblemente sin futuro.

Al entrar en la sala vi la camilla, las jeringuillas, una sierra y órganos en tarros de conserva, ... Al fondo, sonriendo lascivamente, estaba el Ángel de la Muerte, el doctor Mengele.
Y yo sabía donde estaba y lo que iba a sucederme.
Había viajado al infierno en la tierra.
Un verdadero infierno de rayas azules y blancas.
Auschwitz.