Soy un hombre de negocios, vendo alfombras. Un trabajo normal, pensaréis y, sí, presentarse en el mercado y esparcir las alfombras en el suelo con descuido lo es. Lo que no es normal, es lo que podía esconderse tras ellas.
Soy padre de Amara y esposo de Lillian. Ambas son lo mejor de mi vida, pero eso cambia cuando salgo de casa, al entrar al taller y, sobre todo, cuando se acerca la medianoche. Entre los telares y el hilo estaba ella, Helena. Solía sentarse a la derecha del taller, donde con un telar tejía cualquier patrón. Su pelo ondulado descansaba sobre sus firmes pechos y observé que sus dedos estaban rasgados por el trabajo. Me acerqué.
- Señor, ya he acabado la décima alfombra. Con este patrón ya se ha cumplimentado la serie para su venta - comentó Helena y yo me acerqué, todavía más.
Cogí su dedo índice con suavidad y lo acerqué a sus labios para sellarlos. Tras esto, lo acerqué a mi boca y lamí sus heridas. Ella se levantó y rozó mi erección con su ligera mano. Posteriormente, nos fundimos en su alfombra en besos, sudor y orgasmos. Se volvió rutina.
En el mercado, podía escuchar los halagos de otros artesanos y burgueses, e incluso de algunos privilegiados que nos sorprendían con bolsas de 15 monedas. La gran mayoría miraba todos los modelos de Helena, pero esa alfombra, esa concreta alfombra… Valía mucho más de lo que alguien pudiese imaginar. Valía una vida. Dos.
Fue solo hace dos días atrás cuando tras haber llegado al orgasmo sobre su última alfombra, me desveló que en su vientre había algo que pertenecía a los dos. Me levanté, cogí una cuerda y la ahogué. La envolví en su alfombra y la enterré. Mantuve la alfombra impecable.
- ¿Alguien sube a 50 monedas?