Mientras me refrescaba en el río más cercano, escuché con mis grandes orejas una conversación que les cambió la rutina:
-Abbas, ¡tenemos que hacernos con aquella alfombra mágica! ¡Seguro que nuestra reputación como mercaderes llega a todos los continentes!
-Badi, no te precipites. Los ricos mercaderes son muy difíciles de satisfacer -dijo cruzando los brazos.
-Dicen que la alfombra mágica tiene la apariencia de una cualquiera. Basta con poner en marcha tu labia y seguro que conseguimos algo.
-Nos pedirán una demostración.
-Diremos que fue el embrujo de una mujer.
Varias noches antes de emprender el viaje, tomaron la decisión de coger varias alfombras parecidas entre ellas. No podían dejar entrever que el viaje solo lo emprendían para vender a los ricos.
Tras la larga travesía, solicitaron poder verse con el importante mercader Ibrahim. Éste accedió verlos desde lo alto de su balcón junto a su mujer.
-Enseñadme vuestra mercancía -dijo Ibrahim.
Badi enseñó mi mercancía pero Ibrahim se puso furioso.
-¡Me queréis hacer perder el tiempo! ¡Solo existe una única alfombra mágica!
-Veníamos aquí de paso y se ha podido mezclar entre las otras. Será fácil si las prueba -dijo Abbas.
-¡Llamad a los esclavos! -dijo Ibrahim mientras su mujer apoyaba el codo en el balcón y dejaba entrever una expresión de aburrimiento.
Todos vinieron a por mis mercancías y las dejaron en el suelo. Por un momento, no entendí lo que pasaba. Más tarde comprendí que los esclavos eran demasiado sucios y darles la oportunidad de usar una alfombra mágica era un deshonor.
En cualquier caso, yo no soy más que la burra con mercancía. Más no puedo contar. Salvo que me fijé en la mujer escondida en la puerta para poder ver qué eran esos asuntos varoniles que le estaban prohibidos.

