«La alfombra persa»

A medida que Sahir teje su discurso, los bucles de su poblada barba azabache se enredan más y más. En el mercado de Khan El Khalili, unos pocos interesados atienden. Tajir, su ayudante, se limita a colocar las alfombras sobre una balaustrada elevada.
Ahora cuelga la pieza más cara. Las anteriores, mero cebo, yacen en el suelo arremolinadas. Sahir, que con movimientos vehementes ha captado la atención de la audiencia, prosigue:
—Ante ustedes se extiende una alfombra persa de grandes dimensiones, ideal para cubrir una estancia entera.
—Mi camello se muere si lo cargo con eso.
—Si se muere, yo te vendo el mío —replica uno.
—Que se mueran los persas —refunfuña otro.

Todos ríen. Sahir, cuyo control parece tambalearse, reacciona presto:
—Fíjense en la resistencia de la urdimbre y de la trama, a base del mejor algodón que existe: el egipcio, el nuestro. El hilo ¡más! delgado con la fibra ¡más! larga —recalca ante la admiración de los presentes, que vuelven al redil—. Y la lana de cordero, utilizada en las partes con terciopelo, es del Jorasán.
—Jorasán —repite Tajir para que el eco diluya las posibles dudas.
—¿Y qué decir de su seda? Si a un gusano le damos hojas de morera, nos devolverá la mejor ofrenda.

Anhur, el hermano de Sahir, participa en el corrillo, fingiendo ser otro comprador. En el momento establecido, habla:
—¿Y esos colores tan brillantes cómo se consiguen?
—Ay, amigo, los tintes son naturales, extraídos de raíz de granza, hojas de índigo, azafrán o nuez de galla.

El más joven se apresta a hacer una oferta cuando de las sombras aparece una exuberante gitana que, con un sostén remachado con pedrería y unos bombachos con lentejuelas, empieza a danzar contorsionando su vientre, atrayendo la mirada de todos, que se olvidan del comerciante.

—Esta mujer nos ha vuelto a estropear el negocio —asevera Tajir.
—Sí, debí haberme casado con ella.