Samara miraba atenta la pequeña plaza de aquel zoco en el Cairo. Nunca había salido de su pequeña aldea, cerca de Avanos en la región de Capadocia. Tenía tan solo dieciséis años y era la pequeña de cinco hermanas. Ni un solo varón en la familia, así que su padre, Hasar, estaba deseoso de casar a su última hija. Después de un duro año tejiendo alfombras en su pequeña fábrica salió hacia el Cairo para su venta llevándose consigo a la joven Samara en un intento de encontrar un hombre para su hija.
La placeta estaba repleta de gente que pujaba por las variadas alfombras, muchas dejadas caer en aquel suelo pavimentado con baldosas rojas que impedían la entrada de polvo de las estrechas callejas anexas que desembocaban en la plaza; otras, las más grandes y valiosas, pendían de ventanas y balcones para poder el disfrute de ostentosos mercaderes y adinerados compradores. Las casas estrechas y un precioso palacete que hacía las veces de alojamiento para los comerciantes presidía aquella arquitectura que se alejaba tanto de su casa, donde la tierra era la protagonista y las fachadas carecían de cualquier elemento ornamental a excepción de la casa del “belediye” (una especie de alcalde)
Samara, escondida bajo el alfeizar, junto a la escalinata de subida a la posada, observaba temerosa la gran alfombra que colgaba de la parte alta de la decorada fachada. Era la suya, su primera alfombra. Tres años le había costado hacerla. Sentada con las piernas cruzadas sobre un mullido cojín había estado frente al telar, nudo a nudo, color a color, dejándose la infancia en aquel preciado tesoro.
- Cuando la acabes encontrarás un buen marido – no paraba de repetirle su madre mientras ella intentaba evadir un matrimonio pactado con algún viejo desaprensivo.