Cuando vi a esas personas llegar a nuestro hogar, no pensé que nos matarían sin piedad.
Mi gente fue a la playa para intentar tener un acercamiento y que ellos explicaran el porqué de su invasión. Pero arruinaron nuestra paz, se aprovecharon de nuestra confianza e inocencia. Vinieron del horizonte en esos gigantes de madera con telas blancas, esos absurdos ropajes y todas esas armas para conquistar nuestra tierra.
«Iban a pagarlo muy caro». Eso fue lo que pensé antes de verla. Después, algo floreció en mí, tenía que actuar con cautela.
Su cabellera rojiza se enrollaba en su cara mientras la bajaban de aquel bote. Sus pies descalzos se hundían en la arena mojada de la orilla, y vi sus preciosas manos anudadas en una soga, que no le dejaba libertad para agarrarse y evitar no caer. Ahí fue cuando me di cuenta de que mis ojos no podrían ver más allá de su belleza. Tenía que salvarle la vida para que dejara de ser su esclava.
Los cuerpos de mis hermanos yacían en la arena seca y empapada en sangre por sus cabezas degolladas y los cortes en su piel. Mis lágrimas solo tenían un objetivo: matarlos a todos para llevarla conmigo y enseñarle mi mundo.
Recuerdo verla en mitad de la noche, tirada al lado de la hoguera. Ahogó un gemido, pero no tenía miedo de mí, tenía miedo de que me descubrieran.
Sus almendrados ojos no dejaban de mirarme en la oscuridad. En silencio, eché las gotas de néctar de la aldefa en sus barriles y esperé pacientemente hasta el amanecer, agazapado entre los matorrales.
Por la mañana, vi cómo tomaban el agua envenenada e iban cayendo inertes contra la arena. Dejé un reguero de muerte, pero con ella empezó mi nueva vida.
Y de ese amor, naciste tú, mi princesa de ébano.
Enhorabuena!
Saludos Insurgentes.
Nunca hay que subestimar a la población local.
Muy bueno el relato.