Aquella noche el dragón se había enfurecido. Ella tenía hambre, y los enanos encargados de ser sus carceleros se habían retrasado. La comida era depositada en una pequeña rejilla trasera que únicamente su padre y sus más fieles súbditos conocían, y esquivar a la monstruosidad era un riesgo que dejaba más vacantes que la misma guerra.
Estaba harta de esperar. Junto a su dieta, había pedido que le trajesen un poco de extracto de polvo de hadas para su cutis. Quería estar perfecta para el momento en que príncipe, fuese del color que fuese, la rescatase. La recomendación del erudito principal de palacio había sido retirar todos los relojes de la habitación para hacérselo algo más fácil, pero la oscuridad de la bóveda celeste no mentía. Si esperaba más, rompería la exactitud de la dieta que tantos años llevaba cuidando de forma estricta y la debacle sería inevitable.
Gritó y pataleó junto a la puerta, pero nadie llegó. Su peor error fue, por su propia mano, derribar la entrada de la torre que daba al patio del reptil. Golpeó como pudo pero fue inútil, y el rugido que obtuvo por respuesta la estremeció más que la inefable hambre crónico que sentía ella. Había sido advertida para nunca molestar al dragón.
La irresponsabilidad de su juventud había conseguido iluminar el cielo nocturno como si fuese de día. Ella corrió al punto más alto de su lujosa prisión mientras las llamas devoraban las estancias inferiores. Se tropezó y se hizo una pequeña herida en la mejilla, desfigurando para siempre su hermosa figura. El humo inundaba sus pulmones y la tos resonaba en su consciencia. Al asomarse a la ventana, pudo ver como nadie acudió en su rescate, así que decidió arrojarse hacia un infierno que nadie extinguió.
Muy bueno.