Aquí en Egipto a las orillas del Nilo, arribaron dos barcos con procedencia occidental, llegaron a expoliar nuestros tesoros más preciados. Desde hace siglos llegan procedentes de Europa con el único fin de adueñarse de nuestro patrimonio histórico, nuestras leyendas, nuestras historias…
No mejora mucho la cosa por oriente, llegan desde Asia ávidos de riquezas, mujeres y esclavos que complazcan los caprichos de la gran Persia.
Y nosotros pueblo tonto que nos enorgullecemos de darle al extranjero todo lo que quiere, todo lo que pide, todo lo que se le antoja.
Ya salieron todos los trabajadores del taller para contemplar la llegada de los grandes señores, los que traerán prosperidad con sus adquisiciones, por supuesto a precios irrisorios y jactándose de saber regatear mejor que los lugareños.
Ahí tienes a los tres del primer piso contemplando las naves que están atracadas en el puerto como si nunca hubiesen visto un barco, como si fuera la primera vez que nos visitaran, como si fueran tiernas gacelas esperando ser devoradas por los leones.
-Diossss, no puedo con esto. Aunque sepa que nos llenaran las alforjas durante un tiempo. Ya llegará algún día donde nuestros barcos sean los que lleguen a sus costas…
Y mi marido sacando nuestras mejores alfombras, para venderlas miserablemente, al señor de botas y abrigo rojo. Vestimenta muy apropiada para los sofocantes días de Egipto.
Todos arremolinados a su alrededor para agasajar a tan distinguido invitado.
Mientras yo observo todo desde aquí, como siempre escondida, sin ser vista, sin ser escuchada, invisible a todos, con mis vestimentas azules como el mar que trae a nuestros viajantes, vigía perpetua de unas vidas que pasa por la nuestra sin ni siquiera dignarse a mirarnos a la cara.