- Lo recuerdo perfectamente, casi como si hubiera pasado ayer. No, nieta, no. Nada tiene que ver con mi medicación, me la he tomado toda.
Desde su nonagésimo cumpleaños, mi abuela comenzó a comportarse de forma extraña. Todos los jueves al terminar mis clases me acercaba a su residencia a hablar con ella, a recorrer juntas el pequeño patio interior edificado en Los Robles, Mortera. Hasta entonces siempre había pensado que para su edad aún estaba bastante cuerda, pero la historia que relataba repetidamente frente al atardecer parecía escaparse de sus delirios locos.
- Mi padre me agarró fuerte y me ordenó que no mirase, pero a través de los dedos pude ver como las balas alcanzaban sus cuerpos. Yo era muy niña para entenderlo, pero sus corazones habían dejado de latir.
Mi abuela pasó toda su infancia en las Caldas del Besaya. Cuando por tercera vez me contó lo mismo, decidí informarme y adiviné que allí habían asesinado a nueve sacerdotes durante la Guerra Civil.
- ¡No estoy loca! Aquel coche… ¡y aquel hombre, Ana! ¡Aquel hombre! Vestía el hábito y, bajo sí, la piel inerte y fría de los que no habían sido enterrados en camposanto alguno. ¡Todo por haber presenciado aquel impío asesinato sin impedirlo! Sólo era una niña… - gimió rompiendo a llorar.
Cuarenta años atrás, mi abuelo había muerto en un accidente de tráfico justo en aquel túnel. No podía ser casualidad, pero, ¿por qué ahora? Yo misma había pasado por allí en innumerables ocasiones y nunca había notado nada raro.
Tenía que haber prestado más atención.
Hoy, como cada jueves, me acerqué a verla. Aparentaba dormir plácidamente pero no respiraba y, en su frente, habían escrito con sangre sobre su piel el lema de La Santa Inquisición: Consuelo de Almas, Martillo de Herejes.