«LUCERO Y LAS CIUDADES QUE ARDÍAN»

Llevaba escondido en la puerta cerca de treinta minutos, salvo dos esclavos que se habían pensado que era una estatua, nadie había reparado en mi. El resto de la sala estaba demasiado ocupada regateando para conseguir una ganga de alfombra. En un momento en el que ninguno de los presentes tenía los ojos encima de mi, empecé a hacerle señas a mi querido burro y, cuando conseguí captar su atención, saque un poco de paja de mi bolsillo para así lograr que se me arrimase. Nadie en la sala nos prestó atención hasta que de un salto ágil conseguí montar mi burro y, después de arrearle, salir del recinto tan veloz como la luz.

MI pequeño Lucero había crecido y ya era todo un adulto desde que me lo habían arrebatado de las manos. Esos hombres se habían llevado a lo que yo más quería, así que, siguiendo el Código de Hammurabi: ojo por ojo, diente por diente, esa misma noche, más despejada de lo que me hubiese gustado, cogí una antorcha, la prendí e hice arder la casa de todos aquellos que me habían hecho daño.
Al día siguiente yo ya estaba en una aldea un poco alejada, pero aún así las noticias ya habían llegado. Mientras que las señoras hablaban de un loco que había hecho arder una ciudad entera, otros nombraban a un héroe que había salvado a un pueblo entero de unos tiranos.

A mi fiel corcel y a mi nos gustó tanto el sabor de la victoria que decidimos repetir y, con el tiempo, conseguimos ser leyendas.