Cada semana, el mercante de alfombras pone su negocio a la puerta de casa. Extiende sus paños en la pequeña plaza y la gente pasa admirando los colores, la textura e incluso el peculiar aroma que desprende su mercancía de Oriente. Aburrida, yo también me entretengo desde la ventana con el vaivén del personal.
Un hombre ricamente ataviado, con turbante y cinturón verde, a juego con su capa es asiduo del negocio. Es atractivo y joven, muy joven, sin barba. Pasea por la plaza con aplomo, habla con unos y con otros, y finalmente mira con intensidad hacia mi ventana y sonríe. Sé que no está bien sonrojarme con su sonrisa, podría ser su madre, además estoy casada. Pero la mirada penetrante del joven me recuerda quién soy, una princesa a la que todos admiraban. Su deseo me despierta de mi letargo y su juventud se refleja en mis ojos.
Hoy he decidido bajar, mi esposo no está y los sirvientes están haciendo recados. Él me ha hecho una señal con la cabeza y no he dudado. Estoy nerviosa, como una joven doncella. Así me siento, no veo mis arrugas, ni noto mi torpeza al bajar las escaleras. Él me está esperando, ya veo su hermosa sonrisa.
De repente, empiezo a oler a quemado y un humo gris se cuela por la puerta. Se oyen gritos de terror en la plaza. Mis criados entran a tropel y me arrastran hacia arriba.
─ ¡Fuego, señora! ─no paran de gritar. Oigo como cierran el portón tras ellos, y a continuación se oyen unos fuertes golpes llamando a la puerta. Sé que es él.
─ ¡Abrid! ¡Dejadle entrar! ─grito desesperada─. ¿No veis que se asfixia?
Pero no hacen caso. Mis gritos son cada vez más débiles, al igual que sus golpes de auxilio. Mi vida se ahoga sin remedio.