Ahí me encuentro yo, majestuosa e impertérrita a cientos de miradas. Miradas de deseo, miradas de soslayo, miradas analíticas y de auténtica admiración.
Luzco inmóvil, pendo del balcón principal como si me hubiera vestido con mis mejores galas, cuando mi verdadera belleza es intrínseca, forma parte de mi ser.
Gigante y poderosa, dominante y firme, mi volumen y espesor inquieta a todo ser andante.
Puedo observar cómo cuchichean sobre mí, hablan a mis espaldas, negocian sobre mi precio como si yo no estuviera delante, mientras me mantengo en el éxtasis de mi mejor actuación. Deliberan, discuten y vuelven a intentarlo con falsas argucias.
Aún puedo recordar cómo decenas de niños me tejían con sus pequeñas manos. Manos curtidas, manos ásperas a tan corta edad; sin embargo ya sabían que formaban parte de la historia de esta colosal obra de arte.
Pero hoy debe ser el día, auguro un gran cambio para mí. Casi puedo oler el camello que cargará conmigo hasta mi nueva residencia. Esperaba ansiosa que llegase este momento.
Me expondrán en un gran palacio, me exhibirán a la corte, y mantendrán cuidada y limpia como merezco. Seguramente presidiré el salón central de una de las esposas de algún jeque.
No pasaré inadvertida, ni osarán pisarme, simplemente serviré para eso que me han creado: ornamentación distinguida otorgando mi valor a la persona que me posea, hasta que mis motivos florales pasen de moda y se deshagan de mí en jirones.