Yasar bin Khalib era un gran comerciante. Se había casado con dos hábiles tejedoras para crear su imperio de alfombras. Sin embargo, soñaba con vestir los suelos del palacio del califa y para ello buscó una tercera esposa.
Las manos de Amira desprendían magia. Convertía tela en prendas que evocaban recuerdos e instaban a cumplir sueños. Los supersticiosos jamás tocaban sus tejidos y escupían a su paso: corría el rumor de que estaban hechizados. Era distinta a Layla y Yasmín. Mientras ellas tejían sin demora Amira se distraía soñando con marcharse lejos de allí, donde no fueran necesarias aquellas carreras por elaborar la alfombra más cara.
Un día, un visir avisó al comerciante de que el califa había acudido disfrazado al mercado, pues quería conocer la calidad de sus famosas alfombras. Yasar, que aquel día vestía una túnica verde lima que Amira le había bordado y que le hacía sentirse estúpido, miró hacia el balcón del palacete que el visir le señalaba. De la balaustrada colgaban muchas de sus alfombras y un hombre las tocaba con desprecio y las lanzaba a la calle. Un vagabundo corrió hacia ellas, acostumbrado a recoger cuanto se tiraba.
Amira lo observaba todo tras una puerta.
Entonces, el califa se detuvo en una cuyo tacto instaba a tumbarse y soñar. Mostraba nubes, lugares lejanos, barcos que avivaron su sueño de ser marino. Y lloró. Yasar estaba satisfecho. Sin embargo, alguien corrió por las escaleras del palacete, la arrebató de las manos del califa y saltó con ella. Todos gritaron hasta que, a cinco centímetros del suelo, la alfombra retomó el vuelo y se alejó de allí. Sobre ella, Amira abrió los brazos, cerró los ojos y sonrió feliz.
Amira nunca volvió. A veces aún se la puede ver por el cielo, como una estrella fugaz, volando sobre su alfombra.
Buscando la ansiada libertad.
Enhorabuena
Saludos Insurgentes.