No importa lo que digan, todo el mundo necesita libros. Incluso cuando no existían ya los necesitaban, pero no lo sabían. Yo fui el primero, sin exagerar, en sacarle pasta al tema. Vi cómo surgió la demanda y supe aprovecharla.
Recuerdo cuándo aquel tipo bajó de la montaña con sus dos piedras llenas de Mandamientos. Leyó lo que había inscrito ante la multitud, pero, claro, no se enteró ni la mitad. El pobre hombre tampoco podía gritar tanto. Y cualquiera se fiaba de lo que iban contando los que sí lo oyeron. Cada vez que lo repetían le iban cambiando cosas. Con deciros que el de “No matarás” llegó a comentarse como “No pegarás a tu cerdo”...
Y ahí entré yo. Me dije: “Leches, ¿por qué no hacer más pedruscos de esos y repartirlos por ahí? Así no habría que estar jugando a los cuchicheos como idiotas.” Luego me di cuenta de que era un dolor de muelas tallar algo en esos ladrillos, así que me dio por usar papel. ¡Papel! ¿No es sencillo? Vale, entonces era papiro, pero no nos pongamos técnicos.
El caso es que funcionó. Repartí las diez normas del Moisés ese a todo el que me daba algo a cambio, y pronto tuve suficiente para montar un puestecito. No me fue mal, la verdad. Es verdad que cuando sacaron la Biblia tuve que currar mucho, pero como la gente tampoco quería leer tanto tocho les editaba versiones reducidas con el Viejo Testamento, un par de sermones y poco más. Total, les valía con lo básico. Se vendían como churros.
Sí, también inventé yo los churros.
Y dos mil y pico años después, aquí ando. Me jubilé hace unos añitos, pero todavía conservo el primer dólar que gané cuando abrí aquella primera librería.
Madre, qué viejo soy.
Saludos Insurgentes