El verano se moría. Las cigarras habían enmudecido y ya no resonaba en el denso aire su coro de chirridos. Ahora el frío se colaba en las mejillas y las hojas, teñidas de ocre, caían. Eso solo podía significar una cosa: se acercaba el Samaín.
Decidida a colaborar con la recogida de la cosecha de la aldea, Noa cogió su cesta y se dirigió al bosque. Todos, en la noche, se reunirían para compartir sus ofrendas y ella quería ofrecer la naturaleza misma. Las setas del bosque para el pueblo eran muy especiales, sobre todo para la druida, quien prepararía pócimas para ahuyentar a los malos espíritus, pues durante el Samaín, las puertas del más allá se abrían para que las almas de los difuntos visitasen el mundo de los vivos.
Noa cruzó la verja que separaba el pueblo del bosque, aquel que no tenía senderos. Caminó entre hojas muertas que crujían cada vez que sus botas de piel se adentraban más en el camino. Pero pronto empezó a emerger la oscuridad y Noa no encontraba su propia sombra ni el camino que la guiaría a su hogar. Poco después de que el miedo se apoderase de ella, unos farolillos naranjas empezaron a llenar parte del cielo del bosque. La niña siguió esa luz hasta llegar a un círculo de piedras. Empezó a posarse sobre ellas y caminar en círculo, hasta que unas manos sucias llenas de cicatrices y con unos finos y largos dedos le rasgaron el rostro. El corazón de la niña empezó a latir cada vez con más fuerza y se encontró con unos ojos blancos y sin brillo que pedían a gritos el corazón de una niña, el corazón de Noa. La bruja del bosque vendería su alma a los espíritus para vivir cien años más.
El final me ha sorprendido!
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes