Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, había de recordar aquella tarde remota en la que decidí apoyar aquella causa, que me había parecido tan loable y noble y que me había llevado a afrontar el final de mi vida, mucho antes de lo esperado, en aquella explanada deplorable y repleta de cadáveres.
A pesar de la inminencia de mi muerte, me sentía satisfecha por la labor que había estado realizando, las dos décadas anteriores, al frente de la ONG. Me había ido a vivir a aquel país africano cuando tenía poco más de veinte años y, desde entonces, había ayudado, dentro de mis posibilidades, en las diferentes áreas de trabajo de la Organización. Casi sin darme cuenta, me había convertido en una de las mayores activistas en la defensa de los derechos de los ciudadanos y, esta situación, me había llevado a dormir entre rejas en más de una ocasión. Cuando me pusieron al frente de la entidad, centré todo mi esfuerzo y mi trabajo en erradicar la violencia y los abusos que sufrían las mujeres del país. Tenía que concienciar a la población de que, si continuaban discriminando a sus semejantes de esa manera, jamás llegarían a desarrollarse como nación y la pobreza extrema seguiría asediando sus calles. Visto está que nunca lo conseguí, pues me encarcelaron y me condenaron a muerte.
Sorprendentemente, justo en el momento en el que iba a ser ejecutada, un grupo de mujeres irrumpió en el campo de tiro y consiguió salvar mi vida. Pocos días después, la justicia reabrió mi causa y, desde entonces, estoy pendiente de juicio. Han pasado ya dos años desde aquel momento. Aunque no soy libre, desde mi pequeña celda, sigo luchando, cada minuto y cada segundo, por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
Enhorabuena por este relato reivindicativo.
Saludos Insurgentes
Difícil... pero debemos dirigirnos hacia una coeducación, necesaria y fundamental.
Gracias como siempre, por la lectura!