«Riocorvo»

Hacía años que no pisaba este páramo maldito. Dudé, vaya si dudé, sobre si sería la mejor opción, pero la verdad es que era la única. Tras pegar el pelotazo con las ventas de mi primera novela y hundirme con las otras dos, lo único que podría salvarme era escribir una obra maestra, una Biblia de lo sacrílego, un libro oscuro que crepite en el fuego hasta consumirse.

Y allí estaba Riocorvo. La historia del pueblo... no, es el pueblo o su historia. Durante años me pregunté el por qué mi madre había huido llevándome en brazos y dejando todo atrás. A mi padre, a mi hermano... nunca quiso hablar de ello. Cuando el cáncer le dio su beso maldito se llevó el secreto a la tumba. Mamá, quizá dentro de poco yo mismo pueda saludarte.

A ojos de cualquiera ya no soy más que un forastero, un escritorzuelo que se cree demasiado bueno como para beber cerveza en El Siglo o bajar a comprar yogures a los ultramarinos. Ellos te miran... y te juzgan, te someten a su escrutinio.

Necesitaba información para escribir mi novela. En las fuentes seguro que se explicaba el por qué de la neblina mañanera, de los cuervos que solo hablan, del repiqueteo constante de una gotera que nunca moja nada. ¿Pero cómo entrar en la librería? Estaba allí. Internet lo decía claramente: la librería de Riocorvo está a cincuenta metros del Ayuntamiento.

Creo que me estoy volviendo loco. Necesito entrar. Necesito rebuscar bajo las cubiertas mohosas mientras el almizcle nubla mis sentidos. Necesito leer hasta la última página y encontrar la verdad que se esconde de mis ojos.

Pero no hay nada. Un edificio abandonado, un tropel de ancianos sentados en los bancos de enfrente y una pared lapidada con un único grafo.

"FORASTERO".