Mi infancia ha sido diferente a la de otros. Desde niño me han puesto la etiqueta de delicado y ahí sigo, en el armario con la D de Diabético. La insulina comenzó a alterarse a la edad de 8 años y llegó el tormento. Mi madre apenas sabía de la enfermedad por aquel entonces y, los médicos más o menos. Sin internet y apenas libros, tenía un arduo camino por delante. Comenzaron a repetirme las cosas 2, 3 veces, decían que lo hacían por mi bien, que debía controlar la glucosa, no alterarme y llevar siempre conmigo el bolso con la insulina.
A los 8 años no tenía la madurez suficiente, pero tuve que afrontarlo lo mejor que pude. Con los años aprendí a escuchar mi cuerpo, memorizar los alimentos que me beneficiaban y los que no; era algo con lo que debería convivir, pero llegaban los cumpleaños y todos tenían dulces y tartas que yo no podía tomar y lo llevaba mal. Estaba cabreado con todos, con la vida, la mala suerte y la rabia que desprendía era constante. Lo asumí a regañadientes y aún hoy sufro, mandándola a la mierda muchos días. No sé cuanto puedo vivir, pero me gustaría que cuando llevo algo a la boca no tenga que sentirme culpable. Por enésima vez he llegado al hospital por una subida de azúcar. El médico me ha puesto mala cara y a mi acompañante le ha hecho un gesto aún peor. Mis días están llegando al final, lo siento.
Ahhh! El pinchazo de la máquina que me han puesto para regular el azúcar me sorprende. Me gustaría irme… ¡ya!
Un gran afán de superación del protagonista, al final en una enfermedad crónica, es la única manera de sobrevivir
Saludos Insurgentes