Farid llevaba tres semanas sin hablarme. Qué culpa tenía yo de que Nabila se hubiera fijado en mí. Intenté explicárselo de mil maneras pero no me dio la oportunidad. Cada vez que me acercaba a él me ignoraba e incluso salía corriendo. Más de diez años siendo uña y carne y decidió gestionarlo de la forma más cuestionable e infantil que se me podría ocurrir. La realidad es que yo no estaba interesado en ella. Todos sabían que era la chica más guapa del barrio pero yo tenía otras inquietudes y creo que Farid, con el tiempo, se había convertido en la principal aunque nunca hubiera reunido el valor para decírselo.
Recuerdo que el verano de mi pueblo natal era interminable. El calor hacía que los días se dilataran y que las noches nos privaran del descanso que merecíamos. Aquella mañana mamá parecía haber dormido aún menos de lo que las asfixiantes condiciones nos solían permitir. Tenía la cara brillante y algunos osados mechones empapados en sudor le cubrían el rostro de manera asimétrica. Dejó un trozo de pan al lado de cada una de las tazas que, aún vacías, esperaban impacientes el humeante té que contenía el recipiente colocado estratégicamente en el centro de la mesa.
– Papá y yo hemos tomado una decisión. Esta noche nos vamos. Yassir, Amira, preparad una mochila pequeña con lo indispensable. Posiblemente nunca regresemos a este lugar. Es fundamental que no se lo digáis a nadie. Es peligroso. No habrá despedidas.
Cuatro segundos pasaron hasta que mi hermana pequeña explotó en llanto como jamás lo había hecho. Papá se incorporó rápidamente y le tapó la boca para evitar llamar la atención de los vecinos mientras le susurraba al oído “son solamente unas vacaciones largas”. A mis dieciséis años comprendí a la perfección el mensaje. No obstante, me sorprendió saber que formaríamos parte de ese grupo de personas que desaparecen y nunca más se vuelve a saber de ellas. Se me heló la sangre al pensar que no volvería a ver a Farid. Que no me podría despedir de él. Que el último recuerdo que tendría de mí sería negativo.
A escasos minutos de la caída del sol, mientras mi familia charlaba inquieta en la otra habitación, salí por la ventana de la estancia donde los cuatro solíamos dormir y recorrí a la velocidad del rayo las estrechas calles que me separaban de donde vivía mi gran amigo. Llegué con el aliento entrecortado y crucé sin preaviso las cortinas que hacían las veces de portón de la casa. Al verme corrió hacia mí culminando su particular sprint con una embestida que me lanzó dos metros hacia atrás obligándome a aterrizar en la gravilla que cubría el suelo de la calle. Me quedé unos minutos sentado ahí mismo entre lágrimas, esperando a que saliera a comprobar cómo estaba, sintiendo un frío en mi interior que contrastaba con las altas temperaturas en las que vivíamos. Pero Farid no salió.
Llegó la noche. Aún estoy convencido de que nadie nos vio marchar. Caminamos alrededor de cinco kilómetros hasta que vimos una destartalada furgoneta que mamá pareció reconocer. Se abrieron las puertas. Otra familia nos cedió parte del poco espacio que quedaba libre mientras papá entregaba su bolsa al conductor, quien la colocó debajo del asiento. El camino fue arduo. Las imperfecciones de la carretera nos hacían botar constantemente. Horas más tarde el vehículo se detuvo y se nos invitó con agresividad a que bajáramos y nos acercáramos a unas rocas donde se vislumbraban dos tímidas luces. Allí nos esperaban dos individuos que nos despojaron de lo poco que llevábamos y nos forzaron a saltar a una balsa que se mecía al vaivén de las olas y donde aguardaban otras tantas personas. Recuerdo mirar a la luna y preguntarme si allá donde íbamos también habría una.
No veía a mis padres. Únicamente intuía sus siluetas. Al menos estábamos juntos. El silencio acompañado de la oscuridad propiciaba un pulso entre la calma y la incertidumbre que solamente un escuálido cuarto menguante se atrevía a retar. Amira, quien no me había soltado la mano desde que embarcamos, perdió finalmente la batalla contra el sueño y cesó sus prácticamente imperceptibles sollozos. Nadie se movía o hablaba por miedo a ser descubiertos. El cansancio se adueñó de mí y no pude evitar unirme a mi hermana.
He perdido la cuenta de cuántas veces he intentado recordar en vano lo que soñé en esa balsa. Sin embargo, recuerdo a la perfección lo que me despertó. Un contundente golpe de agua fría, similar a la entonces reciente embestida de Farid, me mojó todo el cuerpo. El mar rugía y hacía que la balsa se balanceara mientras se enfrentaba a un ejército líquido. El agua nos azotaba sin piedad. En mitad del caos dirigí mi mirada hacia el lugar que mis padres ocupaban antes de haber caído dormido. No estaban. Sentí el mayor de los nudos en la garganta. Lancé un alarido al cielo con la esperanza de que algo me los devolviera. Noté cómo Amira apretaba mi antebrazo con una fuerza fuera de lo común para una niña de su edad. Quise protegerla con mi cuerpo pero no me dio tiempo. Una gigantesca ola la arrancó de mi lado arrebatando lo único que me quedaba. Me lancé al mar instintivamente para intentar salvarla pero me perdí entre las olas que se alzaban en la oscuridad. Recuerdo el inquebrantable frío y el estruendo del oleaje. Luché hasta que me quedé sin fuerzas y tuve que aceptar mi destino.
No ha sido fácil desde que desperté en la cama de aquel hospital. Hay quien me ha ayudado y también quien me ha puesto la zancadilla. Mi familia no lo logró. No me he atrevido a regresar. Tampoco a alejarme de la costa pues aún tengo la esperanza de leer el nombre de Farid entre aquellos que arriesgan sus vidas y consiguen llegar a este lado. Solamente él puede hacer desaparecer el frío de este interminable verano.
Y lo segundo y no menos importante es decirte que es un relato espectacular, muy tuyo, diferente y reinvindicativo.
Enhorabuena crack!!
Saludos Insurgentes.
Una realidad latente en miles de personas que lo sufren día a día.
Que delicadeza tienes en tu pluma. Mil gracias Compi, por regalarnos este relato digno de que pudiera leerlo el mundo entero!!!