Las risas y el jaleo no impedían que el señor vicepresidente del gobierno se sintiera nervioso. Era una comida más, otra reunión privada antes de las vacaciones de verano. El restaurante, ubicado en un paraje ideal en tierras cántabras, rodeado de verde y naturaleza, había cerrado al resto del público. Allí había muchas personalidades, gente que daba la cara a diario en los medios y otros que se mantenían en la sombra, ejecutores reales de todo lo que pasa no solo en un país, sino en el mundo entero. Todos ellos ocupaban una larga mesa de veintisiete adultos.
El calor de julio acompañado de las brisas del Cantábrico ofrecía la jornada ideal para disfrutar de una reunión así, al aire libre. Salvo alguna conversación sería, hombres y mujeres reían y bebían con total despreocupación, por lo menos en apariencia. El vicepresidente intentaba ser uno más en aquella situación; todos aparentaban tranquilidad, aunque dudaba mucho que los demás no sintieran lo que él sentía por dentro. Sabía que el plan era propio de terroristas más que de mandatarios y empresarios pero, ¿acaso podía hacer algo? ¿Servía su puesto para negarse a las exigencias de las grandes multinacionales? Lamentablemente no; de pensarlo su garganta se tensaba en un nudo, hecho y bien apretado por su conciencia.
—¡La sandía! ¡Ahí viene! —gritó el ministro de exteriores desde el otro lado de la mesa.
El personal del restaurante trajo unas generosas tajadas de sandía, servidas individualmente en platos, que fue sirviendo a los comensales.
Una vez tuvo delante la jugosa fruta veraniega, el vicepresidente la ojeó con recelo. Dados los acontecimientos se resistía a probarla, y se percató de que no era el único. Pero muchos ya la estaban devorando. Entonces vibró su móvil en el bolsillo interior de su chaqueta. Era el presidente. Se disculpó, se levantó de la silla y se alejó de la mesa, acercándose al límite vallado de la verde colina en la que estaba.
Descolgó y el saludo que iba a decir se detuvo en su glotis. En la carretera que les había llevado hasta allí, a unos cien metros enfrente y por debajo de su posición, había cientos de personas. Muchas eran siluetas difusas tras los árboles y la vegetación, pero la gran mayoría era visible, ocupando todo el ancho de la carretera en la que apenas cabían dos coches en paralelo. Lo que resultaba espeluznante era que todos, absolutamente todos, mil o más, miraban directamente a la colina donde ellos celebraban, en absoluto silencio.
«Hay hasta un maldito coche de policía».
Algo había salido mal. Pero eso solo podía significar una cosa.
Una ola de nervios le sacudió entero. Sus manos temblaron y el móvil calló al césped. Unas toses ahogadas llegaron a sus oídos. Se giró y vio como la mayoría empezaba a convulsionar violentamente, agarrándose el pecho con ambas manos retorcidas, saltando de sus sillas y cayendo a tierra, sacudiéndose como orugas amenazadas.
El temblor que le dominaba le mantenía clavado en el suelo. Lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. La situación le impidió darse cuenta de que tenía al lado a su guardaespaldas de confianza.
—Señor, ¿usted no come sandía? —le preguntó.
A su espalda, la prole seguía quieta, mirando fijamente. Esperando.
Cinco meses antes
Cecilio era agricultor y, entre otras cosas, no tenía un pelo de tonto. Cansado del maltrato que llevaba sufriendo el sector estuviera quien estuviera en el poder, no iba a hacer algo porque un tipo trajeado le dijera que no lo hiciera. Por eso, cuando llegaron a su propiedad las doce cubas de mil doscientos litros cada una con agua tratada para garantizar una excelente cosecha de sandías, patrocinadas por el gobierno, no dudó en ponerse en contacto con un químico para que despejara sus dudas.
Una vez hecho el análisis, el químico fue a visitar a Cecilio para informarle. Se reunieron en la nave donde estaba almacenada el agua.
—Este agua tiene bastantes agentes químicos reguladores y estabilizadores, pero lo que me ha dejado… mal, es la presencia de estricnina. Es un veneno muy potente.
Las facciones de Cecilio se expandieron. Se frotó la barbilla con ambas manos.
—No paro de pensar en esto, Cecilio. Quiero entenderlo, y solo se me ocurre una explicación. Llegar a esta fórmula les habrá llevado años de pruebas y ensayo, y por fin la tienen. Los agentes químicos disimulan muy bien la estricnina, lo que no quiere decir que no esté presente. Un vaso serviría para matar a un niño, quizá a un adulto. Sospecho que, al regar con este agua, las matas de sandía absorverán el veneno, que acabará presente en las sandías sin alterar sus condiciones físicas. La de años que llevarán en esto, no me lo quiero ni imaginar. ¿Toda el agua es para todo tu campo?
—Solo para una parcela. Si ya me lo explicaron, los cabrones. Hasta tengo un contrato. Van a darme agua gratis, ¡ja! Se supone que la producción que saque de esa parcela irá a Soria. Vendrán ellos mismos con sus camiones a llevárselas.
—¿A Soria? Joder, las van a distribuir en zonas poco pobladas, de las que nadie habla ni se acuerda. Tiene sentido, ¿no? Primero quieren hacer la prueba con unos pocos, ver si funciona, y poder matarnos cuando les venga en gana, ¿no? ¡Y te echarán a ti la culpa ¡Joder! ¡Joder!
El químico se puso muy nervioso por el alcance de sus propias palabras. Cecilio, más tranquilo, pensaba en todo aquello entre incrédulo y enfadado.
—Tranquilo —dijo Cecilio—. ¿Has oído hablar de «la francesa»?
—Algo… pero me mantengo al margen.
—Pues eso se acabó. Escucha, somos más de tres millones. Funcionarios, policías, médicos, agricultores, constructores, militares, logística… ¡Todos hasta los huevos! ¿Se han creído que siempre van a hacer con nosotros lo que les dé la gana? Nos comunicamos de forma segura, y te juro que estas sandías crecerán hermosas, y que no irán a parar a Soria. ¡Se las van a comer ellos, por mis cojones!
Como me alegro de leerte 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻
Sigues con tu sello inconfundible!
Estoy con Cecilio hasta el final... jejejeje
Saludos Insurgentes
Un saludo.
Watermelon revolution da para mucho más que un relato. ¡Enhorabuena!