«Todo por una ramita de romero»

No sabía con quién trataba.

Aquel sábado de mercado, la mujer que repartía romero no era la misma. Llevaba ropa oscura, delantal y un moño recogiendo el pelo ceniza, como la otra mujer, pero mostraba facciones agresivas, cejas dibujando un arqueo anguloso y los ojos que se hundían en una profundidad luciferina. Aunque me sentí intimidado, respondí al ofrecimiento con el habitual “no, gracias”. Sin duda resultó la peor decisión de mi vida. En ese momento, sin dejar de andar, me reí de su amenaza: ¡te arrepentirás toda tu existencia!

Tras aquel día, no volví a ser humano. Cuando de los dorsos de mis manos empezaron a asomar tres dedos peludos con garras verdosas entendí que debía marcharme de casa. El proceso fue espantosamente lento y doloroso.
Las cuevas donde los maquis se escondieron décadas atrás se convirtieron en mi hogar. Sus paredes fueron testigo silencioso de los gritos que salían de mis entrañas mientras se completaba la transformación en un monstruo de altura humana, con ocho patas, cuatro ojos y dos hileras de colmillos.
Mi paladar empezó a apreciar la carne cruda y me había convertido en un certero cazador. Pero la conversión no había sido total. Nunca dejé de tener mente humana; conservaba los recuerdos de la vida anterior y anhelaba a mi familia.
Por eso empecé a frecuentar el pueblo en Halloween. Solo esa noche, mi cuerpo de bestia podría pasar desapercibido. Para atenuar el recelo que generaba el escabroso realismo de un falso disfraz dejaba que los niños, como mis hijos, treparan por las patas y se subieran al lomo. Con el paso del tiempo gané popularidad y todos aguardaban Halloween para que el monstruo apareciese.

Poco a poco fui olvidando a la familia, y la víspera del día de muertos centró todo el sentido de mi vida, para recordar haber sido humano.