Marcelino, era un hombre sencillo, humilde, el manitas del pueblo. Todos los vecinos lo hacían llamar cada vez que tenían una avería insalvable en sus casas.
Con lo que sacaba de estos arreglos mantenía a su mujer y a su pequeño hijo. Se querían y poco les hacía falta para ser felices.
Los que más demanda hacían de sus servicios eran el señor cura y el señor alcalde, siempre tenían un trabajo para él. Marcelino les estaba tan agradecido que los sentía como amigos, pero el alcalde era de izquierdas y el cura de derechas, eran polos opuestos.
Pasó así mucho tiempo y comenzó la Guerra Civil Española. Llamaron a Marcelino a filas, pero tan grande era el amor por su familia que se negó a abandonarlos. Tampoco quería ser un traidor, así que se lo contó a su amigo el alcalde, el cual le aconsejó que la familia se uniese en el bosque a otros “escapados” y como quería irse en paz con Dios, la mañana antes de marcharse fue a confesarse al padre Gimeno. Éste le dio su bendición y lo dejó ir en paz.
Esa misma tarde una pareja de soldados llamaron a la puerta de Marcelino y Ana. Venían a buscarlo a él. A ella le dijeron que se lo llevaban a dar el paseo, pero todo el mundo sabía lo que significaba eso.
Se lo llevaron a un paredón, de los que él había levantado y mientras se unían cuatro soldados más al pelotón de fusilamiento, él casi no podía ni respirar pero recordó aquella remota tarde en la que de niño, su madre agonizaba y le decía: “No tengas miedo, hijo, la muerte no existe, solo es un cambio” y con ese pensamiento cayó inerte al suelo sacudido por la fuerza de las balas.
Buen relato Susana, enhorabuena.
Saludos Insurgentes